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La necesidad de las fiestas
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La necesidad de las fiestas

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¿Por qué nos atrae el ritmo, la música, la danza, sino porque ello une nuestros átomos y moléculas?
Ernesto Cardenal, en Cántico Cósmico.

 

Los salones sociales de las urbanizaciones de Medellín son cualquier cosa, menos sociales. Con sus paredes blancas y piso desnudo, son lugares tan desabridos que en ellos se siente frío en medio de una ciudad que casi todo el año disfruta de un clima entre templado y caliente. Cuando se usan para fiestas, la situación no mejora. Una mesa con un mantel de plástico y alguna decoración no alcanzan a llenar el vacío que produce el espacio. Al menos así lo recuerdo, producto de decenas de fiestas frustradas en mi adolescencia. Prefería cuando eran en un garaje o en una casa porque, como no cabía todo el mundo, uno podía estar afuera conversando, sin que se notara lo mal bailarín que era. Para decir la verdad, no me gustaban las fiestas, nunca me han terminado de gustar y no me siento orgulloso por ello. Me preocupa estar, como dice un amigo, «enfermo de solemnidad».

Recuerdo la primera. Tendría 14 años y eran unos quince de la hermana de un vecino. La primera parte fue fácil, porque era casi infantil, entre fiesta y piñata vespertina, sin música, con juegos y actividades en el parque. Al caer la tarde, la cosa se complicó. Entramos al salón, organizado con sillas recostadas contra la pared que formaban una pista de baile. Empezaron a dar ron y aguardiente, con esa precoz generosidad etílica tan común en Antioquia.

Permanecí aterrorizado toda la noche, como amarrado a mi silla, viendo bailar. Era raro, porque mis papás eran muy buenos bailarines. Pero esa tarde caí en cuenta de que, por alguna razón desconocida, no había pasado por esa alfabetización básica, ni la del baile ni la del goce. Creo que estuve cerca de un ataque de pánico cuando una niña, más o menos de mi edad, me estiró la mano para sacarme a bailar. Aún me la encuentro en la calle y siento pena por mi negativa adolescente, de la que ella, obviamente, ni se acuerda. ¿Será que, así como existen las artes de vivir y de amar, podríamos pensar también en el arte de gozar y celebrar la vida? Si fuese así, seguramente podríamos aprenderlo en el contexto y con los maestros adecuados.

Décadas después, cuando fui por primera vez al Carnaval de Barranquilla, sentí envidia de la buena, tanto en la calle como en las fiestas. «Desconfíe de la gente que no baile y no se ría», me dijo un amigo en una conversación, mientras nos acercábamos a la Vía 40. Desde entonces, he hecho lo posible, con algunas limitaciones, por no merecer jamás la desconfianza de los hermanos caribeños. Aún hoy, miro hacia atrás y me pregunto ¿por qué en mi casa y mi colegio no me enseñaron a disfrutar las fiestas?

Hasta la muerte de mi padre, la timidez ganó la partida por nocaut. Luego, en la universidad, usé el licor como medio para llegar a la esquiva fiesta. Pero pronto descubrí que se trataba de rumbas sin magia, sin conexión humana, cultural ni espiritual; eran, de alguna manera, espacios vacíos. Mientras comienzo a escribir esto, busco el texto de Juan Luis Mejía, Nostalgia de Carnaval, una de las fuentes que inspiró esta edición, lo encuentro en Universo Centro y subrayo: «[…] la alegría colectiva, la risa, la charada, se suprimen y nos refugiamos en el rincón de una cantina». ¿Por qué será que por acá hay tantos que piensan que fiesta es solamente licor en exceso?, ¿será que es nuestra forma de huir del verdadero carnaval, ese “donde la sociedad se pone de cabeza”, donde todos somos iguales, ese que nos conecta con lo sublime y con lo eterno, que permite a nuestra alma celebrar los sentidos, la vida y el universo?

Confieso que escribo este editorial con esa misma nostalgia y, podría decirse, casi con urgencia de carnaval. Yo también me siento, a ratos, como un monje, retomando el texto de Juan Luis Mejía, en «una Cuaresma perpetua». Me hace falta ser parte de más «alegrías colectivas» y de cierta «transgresión momentánea del orden establecido». Ojalá podamos remediar el hecho de que este departamento haya perdido todos sus carnavales. Me pregunto, les pregunto, ¿cómo podremos los antioqueños, en lo personal, organizacional y social, reconquistar el carnaval, valorar las festividades, tener más rituales y celebrar sin vergüenza, sin culpas por no estar trabajando, sin prejuicios culturales frente a los que ríen, gozan y bailan?

En Comfama hacemos esta revista porque creemos que, ahora que todos buscamos reencuentros y abrazos, puede ser una gran oportunidad para explorar las múltiples formas de la fiesta, del jolgorio y la parranda. Este es, tal vez, el tiempo para volver al carnaval, reabrir los festivales y celebrar unidos. Necesitamos más pausas festivas, porque protegen la salud mental, nos ayudan a ser más flexibles ante las tormentas y navegar la incertidumbre. Quizás, luego de lo vivido en la pandemia, seamos capaces de hacer más eventos de ciudad, de empresa y de familia, que generen cohesión social, que nos igualen y sean, gracias a la música, el juego y el relajo, como una fuente fresca que sane nuestra alma fatigada.

Sería maravilloso que las reflexiones pos-covid nos sirvan para dejar atrás las borracheras tristes y violentas, a transformarlas en encuentros divertidos y tranquilos, en explosiones coloridas de alegría colectiva. En Comfama queremos que las familias celebren, que los amigos gocen, que las empresas rían, que la ciudad afronte con alegría la chanza, el disfraz y el goce de estar vivos y estar juntos. Por eso en estos textos y estas historias que hemos cosechado para ustedes, queremos invitar a Antioquia a explorar, crear y provocar las tan necesarias fiestas.

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