No sabía qué decirle. Solo le sonrió. Reconocía entre ambos un vínculo de sangre, pero no sentía genuino ese ritmo cardiaco acelerado que se produce cuando hay un reencuentro de dos seres que se extrañan y vuelven a verse luego de muchos años, 23 para ser exactos. Ese no era su caso porque ella nunca había visto su rostro, lo más cercano a ese recuerdo, que reclamó durante tanto tiempo, había sido una vieja foto que halló, por accidente, en el closet de su madre. Había tomado la decisión de ir a buscarlo y, allí, en el aeropuerto de Bucaramanga, junto a sus dos hermanos, estaban cara a cara, reunidos por primera vez, padre e hijos. Fue un saludo formal. Estrecharon las manos, no hubo muchas palabras: “Hola”, dijo ella, “soy Male”. “Hola”, dijo él, y agregó: “soy Mario”.
Aquel episodio, y los siguientes días de ese fin de semana que vivieron Male y sus dos hermanos en la finca de su tío, el hermano de Mario Correa Barrera, se convertirían en anécdotas para recordar: ¿cómo nombrarlo?, ¿Mario?, ¿papá?, ¿señor? Ya lo había conocido y ahora sabía que su padre era un prestigioso abogado penalista, que su adicción al alcohol lo había alejado de su familia, que su madre esperó infructuosamente por años una llamada de él, una visita, un “regresé por ustedes”, y que ella como hija no debía juzgar.
El arte de Male Correa, diseñadora gráfica, artista y curadora bogotana, de familia paisa, fue su medio y su fin para liberarse y sanar. Y, sin darse cuenta, años antes de conocer a Mario, inspirada en la belleza y el misticismo que encontró en el barrio Guayaquil en Medellín, había
empezado a buscarlo en las escenas que registraba con su cámara fotográfica o que contaban en sus lienzos: cuartos y baños de hotel, camas deterioradas, escaleras, hombres solitarios, fantasmas, personajes de la cotidianidad de ese sector que transitaban buscando nuevos caminos y enfrentando la vida.
“No sabía que en los bares y hospedajes del Centro lo que buscaba era al padre. Más tarde comprendí que buscar al padre es buscarse a sí mismo”.
Ese encuentro tímido fue el primero. Luego llegaron otros, algunos tensos, otros tranquilos. Y padre e hija empezaron a verse cada fin de semana, a conversar, a reírse juntos, a construir de cero, a sanar desde el reconocimiento de la humanidad más íntima que no califica ni pone etiquetas; ella lo animó a escribir sus memorias, le dio la posibilidad de ser abuelo, lo acompañó en la enfermedad y, sin condiciones, estuvo con él hasta el final de sus días.
Tenía claro que debía hacer obra con su historia y, de allí, nació Un señor es mi papá, una colección sobre lienzo de caras iguales con cuerpos cambiantes, cuyas combinaciones permiten ver al padre imaginado que Male Correa tuvo difuso en su mente por tantos años, y al que decidió conocer, reconocer y perdonar porque él es parte de su identidad.
Ella lo comprendió: las tarjetas del día del padre que, de niña, siempre evitó hacer en la escuela porque no tenía un destinatario real y visible, se reflejaron más tarde en una obra que habla de memoria, perdón y de una nueva amistad.
“Decidí gozarme al personaje en lugar de aferrarme a un rencor. Ya no era hora de ser padre e hija, pero fue mi amigo entrañable”.
Male Correa, artista.