“Mi sueño es, dijo, mirando al cielo, dar la vuelta a Suramérica con mis hijos. Quisiera bajar por la Panamericana, pasar a Ecuador, recorrer Perú, conocer el lago Titicaca, llegar a Chile, ver el estrecho de Magallanes, subir por el Atlántico y visitar Buenos Aires. De ahí, ¡ya veremos!” Juan Gabriel sonreía como un niño frente a un sueño inmenso, que no tiene ni veniales de cómo lograr. Jamás lo haría realidad. Mi papá no era muy viajero. Siempre priorizó otras cosas. Amaba a Colombia en la época en que recorrerla era simple y crudamente muy peligroso. Por eso, sus viajes eran sobre todo literarios, imaginarios, imposibles. Aún así, nos dejó esa herencia: querer viajar.
En diciembre de 1996, emprendimos nuestro viaje al Sur. Habíamos decidido dejar de estudiar al menos un semestre y viajar en bus, “echando dedo”, en tren o caminando. Nos despedimos llorando en la Terminal y tomamos un bus hasta Ipiales, porque mi mamá, asustada, solo puso esa condición: “el sur de Colombia lo pueden recorrer más adelante”. Nos varamos antes de llegar, pero logramos rezar en el Santuario de Las Lajas y pasamos a Ecuador.
En Ibarra pagamos el hotel más barato: un dólar por cabeza, baño compartido, sandalias absolutamente necesarias. En Quito lo más viable para nuestro presupuesto fue un prostíbulo en el centro: con o sin… y ¡preferimos sin! En la laguna de Cuicocha pasó la prueba nuestra carpa, con un nombre profético impreso en su costado: Big Sur. En Cuenca pasamos una Navidad triste, en un hotel malo con una comida peor. En Huaquillas nos comieron los zancudos más voraces que hayamos visto. En la frontera entre Ecuador y Perú nos pidieron pasar unos bultos de comida como si fuera nuestra. Luego, en el bus, una familia de Suyana nos convenció de conocer su hogar y cambiamos la ruta. De esa ciudad solo recordamos las sonrisas y el hospedaje en una casa limpia y humilde. Ellos nos presentaron a unos primos, poseedores de una casa antigua en el tradicional centro de Trujillo. Allí pasamos el mejor año nuevo, fiesta, comida y mucho amor. En Huaraz nos echaron de un hotel por bañarnos diario y luego conocimos la nieve: íbamos en una camioneta que aceptó sacarnos de las ruinas de Chavín de Huantar, la nieve nos sorprendió primero y nos congeló más tarde.
En la playa de Huanchaco nos hicimos amigos de una pareja de hombres gais. Un profesor universitario de la San Marcos y el otro, estudiante suyo de otras épocas. Se amaban con dulzura: Ernesto y “Monstrito”. La memoria me dejó solo el apodo. Nos recibieron en su casa en Lima. Un dibujo colgado en el cuarto parecía familiar: era de Picasso. Su abuelo había sido amigo de Picasso y de Vallejo. De tal manera que leímos a Vallejo, y también el Julius de Echenique. En Arequipa nos entrevistaron de la radio matutina por ser los únicos seres capaces de hablar en la plaza principal a las 5 de la mañana. Nos trataron de robar las mochilas cuando el bus paró en algún pueblo perdido, pero pudimos alcanzar a los ladrones que no pudieron con el peso de tres vidas. En cada bus donde hubiera alguien con rostro indígena, Eduardo practicaba quechua. Hicimos el camino Inca sin un peso, bajo la lluvia. Al llegar a Machu Picchu, todo estaba nublado… Esperamos un rato y nos saludó la ciudad sagrada.
En el Colca vimos por primera vez los cóndores de nuestro Escudo y conocimos a tres chilenas que nos acompañarían un buen rato. Fuimos con ellas al Titicaca, acampamos en la isla del sol y nadamos en sus aguas. Más tarde
nos darían posada en Santiago.
En Bolivia nos emborrachamos con vino chileno barato, bailamos un kilómetro largo en el carnaval de Puno, donde tocó dormir en un bar abandonado. En Potosí fuimos a las minas, taco de dinamita incluido, y nos hicimos amigos de los eslovenos Primoz y Jurij. En Uyuni el invierno había cubierto el Salar, y el presupuesto solo alcanzaba para que uno de nosotros hiciera el tour y tomara las fotos (no gané). Allá estuvimos atrapados por una semana, sin buses ni trenes disponibles por la lluvia. Jamás olvidaré la noche pasada con unos palestinos e israelíes discutiendo frente a nosotros su compleja historia. Logramos tomar un tren que nos dejó en la frontera, pero llegó tarde al transbordo con el muy cumplido tren austral y ahí dormimos, en nuestras bolsas, helados.
En Atacama fuimos a los géiseres del Tatio, paraíso de las cumbres andinas. Emilio se enamoró de Cuqui. Compramos una cámara en la zona franca de Iquique. Seguimos para el sur. Acampamos en Temuco al lado de una Araucaria de 4.400 años. Santiago fue mágico. Eduardo coqueteó con “la Bea” y yo con su amiga Andrea, estudiante de arte de la de Chile. En Chiloé buscamos a Darwin. En los canales australes nos mareamos porque nos tocó un camarote de última clase, debajo de un camión de ovejas. Nos metimos a la fiesta de primera y unas rubias de origen alemán se emocionaron al pensar que éramos españoles, por el acento. Orgullosos, las desilusionamos con un marcado: “¡Somos colombianos!”. Conocimos a una artista colombiana y su novio suizoitaliano que luego nos invitarían a una fiesta en Santiago.
Bajamos hasta las Torres del Paine y caminamos por el paisaje más bello del continente, bajamos a Magallanes, que estaba esa mañana sereno y magnífico al amanecer, antes de cruzar a Argentina, rumbo a la capital. Ahí nos tocó tomar un largo viaje en bus porque el tiempo y el dinero escaseaban. Además, faltaba la gran ciudad. Fuimos a teatro a ver una obra de Arlt en el Cervantes, compramos libros, leímos a Cortázar y a Borges, fuimos al parque Lezama a buscar la banca de Martín. Emilio y Eduardo salieron de fiesta mientras yo leía a Eduardo Galeano y sus “Venas abiertas”. Logramos boleta para un concierto de Charlie García. Él llegó a las 2 a. m.; yo no aguanté y me quedé dormido al final. Desperté cuando una desconocida me empujó diciendo: “¿Cómo te le dormís a Charlie?”. Volviendo a casa, al amanecer se montó al bus un músico que nos acompañó con varios tangos que Eduardo entonó con ese compromiso que identifica a los malos cantantes.
Luego regresamos. En Santiago disfrutamos el parque forestal, el museo de Bellas Artes y tuvimos una fiesta de despedida en la que mi timidez se diluyó por unas horas. De nuevo Lima, Baños, Quito,
Medellín. Al final, cerramos el círculo y nos bañamos en la Terminal del Sur para no parecer tan flacos ni tan pobres. Las caras felices no quitaban con nada. Casi seis meses; mil años para nosotros. Ninguno de los que se fueron volvió. Lo de menos fueron los monumentos, los paisajes, los lugares, todos magníficos. Lo realmente importante fue lo sentido, lo vivido, lo escrito, los miles de kilómetros de las botas, las personas, los amigos, los amores. Al escribir esto pienso con certeza que vivir y viajar son la misma cosa: experimentar, aprender, conocer gente nueva.
El viaje a Suramérica con mis amigos del alma fue mi primer viaje verdadero. Un rito de paso: de niños a hombres. No puedo describir en este espacio todo lo que aprendí, especialmente de mí mismo; cuánto gocé la vida. Aquellos recuerdos vuelven muchas veces a enseñarme cosas nuevas. Fuimos viajeros: descubríamos universos en un restaurante de pueblo, intuíamos culturas enteras detrás de cada rostro, caminábamos como si la tierra fuera para nosotros, sentíamos con alegría el sol, la lluvia, la nieve, conversábamos de la vida, como jóvenes filósofos. Más de 20 años después, no concibo la vida sin viajar. Sea por trabajo o por placer, siempre habrá placer. Viajar limpia la mente, abre caminos, invita al asombro, permite tener distancia para ver y vernos con alguna perspectiva.
Por todo esto, en Comfama queremos que las familias de Antioquia viajen para sentir, aprender y para descubrir el mundo. Queremos que las empresas promuevan la idea de que cada viaje, incluso al municipio más pequeño, es una oportunidad de aprendizaje. Por eso admiramos y apoyamos a las familias que ahorran para cumplir un sueño de viaje, y a las organizaciones que motivan que la gente tenga pasaporte y lo use, o las que alargan los viajes laborales un par de días, para que el panorama de sus empleados se amplíe “conociendo”.
Sabemos que hoy en día se viaja más, con más consciencia; se viaja con los ojos abiertos y los oídos atentos. Por eso, proponemos esta edición de nuestra revista, sobre los viajes, para que exploremos juntos los pueblos, la ciudad que nos rodea, esa Colombia que nos esperó tantos años y el mundo, que está ahí, para todo el que lo quiera descubrir.
La vida es un viaje, la distancia y los contratiempos debemos enfrentarlas y fianlemnete nos queda lo vivido ylo viajado, un buen articulo para invitarnos a viajar, incluso por medio de la lectura sin salir de casa.
Qué chevere el artículo. Cuando viajas descubres mucho de tí mismo, genera bienestar y amplias tu forma de ver el mundo.
participar de viajes volar en lo alto no ver disfrutar. el viento en la cara y ver siempre el sol pinta a viaje