En julio de 1993 comenzaba mi segundo semestre de ingeniería. El primero había sido estelar. Matrícula de honor con casi todas las materias en 5.0, en medio de una vida social intensa y en realidad muy poco esfuerzo. Ser un buen estudiante de un buen colegio me libró de sufrir con las primeras materias de matemáticas y física. Eso me relajó, en exceso. Salíamos mucho, y tomábamos más.
Me hice amigo de los más ruidosos y fiesteros. En cálculo integral decidí sentarme atrás, en la última fila, para poder hablar con ellos y para, cuando me aburría, poder sacar un libro de poesía o una novela sin que el profesor se diera cuenta. Me gané todos los regaños que nunca había tenido. Por hablar, por comer en clase, por llegar tarde.
Un día el profesor, que tenía una discapacidad leve que le hacía cojear un poco cuando se movía por el salón, estaba escribiendo en el tablero, perdió el equilibrio y cayó estrepitosamente. Estaba leyendo, pero cuando sentí el ruido, alcé la cabeza y lo vi en el suelo. El sudor de su mano había dejado una huella vertical en el tablero verde, en un infructuoso esfuerzo por evitar la caída. Alguien de adelante se rio un poco, nadie fue capaz de ayudarlo. “Los de atrás” estallamos en una carcajada. El profesor, apenado, seguramente lastimado y furioso, nos echó de clase por irrespetuosos. El día del primer parcial, a los pocos días, entre mi falta de atención y una dificultad inusitada, luché con cada pregunta. “No estuvo fácil, pero lo hice bien”, pensé al salir. El resultado fue contundente: 1.2. Primer examen perdido en la universidad, quizá en la vida.
Al llegar a casa, mi mamá me preguntó cómo me había ido. Respondí pálido de pena e ira, pero ella no prestó atención a mis acusaciones de que el profesor nos había tendido una trampa, en venganza a nuestra burla. “Para el próximo vas a tener que estudiar más”, dijo sin aspavientos.
La siguiente semana volví al salón, me senté con mis amigos, y evidencié al ver el tablero que se me había agotado mi “reserva” del bachillerato. El profesor hablaba en una lengua desconocida. “Tocó poner atención”, pensé. Me moví para la primera fila y comencé a tomar nota. Le bajé a la rumba y para el segundo parcial estudié con juicio y dedicación, con algunos de los damnificados de la prueba anterior. Resultado: 3.6. Nada increíble, pero esperanzador.
Para no alargar la historia, ese examen de cálculo perdido y la frase de mi mamá me obligaron a cambiar mis hábitos de estudio. Nada de rumba los días antes del examen, estudiar mucho para no llegar con lagunas, en grupo para poder hacernos preguntas. Al final logré ganar la materia “raspado” como lo definió mi propia madre.
Mi vida ha estado plagada de dificultades. Problemas tuve con otras materias en los estudios. Pero esas dificultades han mutado, el “examen” es cotidiano y, trabajo, brega, como diría mi abuela, me dan muchas cosas: el malgenio que la meditación apacigua, pero a veces me puede; el afán por hacer todo bien, pronto.
Me exprimo el cerebro aprendiendo francés y luego veo cómo algunas cosas se borran cuando paso unos días sin practicar. En fin, creo que, como todos los seres humanos, vivo en medio de dificultades y las agradezco, me inspiran. En mi oficina tengo una calcomanía, regalo de una agencia de publicidad que dice: “Los problemas nos inspiran”. Me sirve como referente cuando hay un asunto que amerita ir al tablero a pensar, a rayar ideas con mi equipo, digo: “toma el marcador que está al lado del letrero de `los problemas nos inspiran´”. La gente sonríe y enfrentamos el problema, la dificultad, juntos, con más energía.
En Comfama decidimos hacer esta revista porque el trabajo, el esfuerzo y no amedrentarnos ante las dificultades parece ser un sello de la cultura de nuestra región. Tanto que el ensayo de Estanislao Zuleta que acompaña esta edición es, para algunos, un emblema del modo de ser antioqueño. Sin embargo, como la cultura del dinero fácil nos tomó por asalto hace apenas pocas décadas y justo estamos reconstruyéndonos, quisimos contribuir a la conversación de empresas y familias de Antioquia con un cariñoso recordatorio de que las cosas más valiosas de nuestra vida están tras un obstáculo, que no se trata de sufrir, pero sí de esforzarnos para lograr, para ser mejores.
Cuando vemos que algunos, al enfrentarse a las cruciales dificultades, se rinden sin esforzarse al máximo, recordamos que “el mundo nos está probando constantemente”, como dice Ryan Holiday en su libro El obstáculo es el camino. Nunca han sido tan ciertas estas palabras ni tan importante estar a la altura del desafío. Por eso, proponemos una conversación que nos permita celebrar la dificultad, abrazarla, usarla como alimento, como el viento para el velero; como dice la vieja historia Zen, para hacer que “el obstáculo en el camino se vuelva el camino”. Así, una derrota nunca será definitiva y siempre podremos decir: “para el próximo estudias más”. Comprenderemos que la dificultad no es solamente un obstáculo, y que muchas veces puede convertirse en una plataforma de lanzamiento hacia mundos desconocidos y aventuras maravillosas.
Sí, definitivamente estoy de acuerdo con esto. Aunque tengo que admitir que, hace unos meses atrás te hubiera dicho que estabas loco. Hace unos cuantos meses, vivía mi vida en automático, sumida en una profunda rutina, un poco muerta en vida, sin muchos motivos para sonreír, sintiendo que nada espectacular pasaba, y eso que aparentemente todo iba bien, nada grave de que quejarse. Hasta que recibì la peor noticia que quizà haya escuchado…Mi madre fue diagnosticada con cáncer en etapa 4 (fase terminal) el mundo se me vino abajo, y aunque reconozco que no asumi la noticia muy bien y lloriquee e hice mucho drama. La verdad, es que esta noticia cambió mi vida, o la forma en la que la habia venido percibiendo. Ahora cada minuto al lado de mi madre es el mejor regalo y doy gracias a Dios por eso cada dìa. No siempre fue así.
Lina Guerra