Si bien para un ser menstruante sangrar cada mes es un recordatorio y una certeza de que se está sano, para Alejandra Echavarría fue una experiencia transformadora, divina y poderosa que le permitió comprender y adaptar su vida a su ciclo menstrual.
Sangramos. Lo hacemos cada mes. O así esperamos que suceda, si es que no queremos tener hijos. Algunas se preparan para su menstruación, unas son un “relojito” y a otras las toma por sorpresa. Menstruar es rutina, o por lo menos para mí lo era hasta los 19 años cuando la anorexia hizo que dejara de sangrar, me puso débil, disminuyó mi memoria y afectó mis relaciones con los demás.
Mi cuerpo pesaba menos de 30 kilos y se le hacía imposible producir el estrógeno suficiente para ovular, mucho menos podía generar la progesterona necesaria para que menstruara. Así viví hasta que un día vi a una niña a punto de morir por anorexia, ese instante me marcó y me hizo decidir que no quería eso como destino.
De niña mi abuelo me dijo muchas veces que todo lo que pasaba era una manifestación divina y del alma, recordé esas palabras, decidí profundizar en mí, meditar y hacer yoga para hacerme fuerte de mente y espíritu.
En ese proceso una amiga me hizo una invitación a esa sabiduría femenina que se alberga en los círculos de mujeres, en los libros, en otras culturas, y en los rituales ancestrales.
Entendí muchas cosas, por ejemplo, cómo el ciclo femenino y la madre tierra se alinean con la luna y cómo esa relación hace que exista en la agricultura momentos de siembra y cosecha.
Comprendí que cada una de nosotras, mientras menstruamos tenemos épocas más fértiles para la creación
y también otros instantes que son ideales para soltar y renovarnos.
Pero mi sangrado no volvía. Seguí con juicio un taller para reconocer cómo mis energías se manifestaban durante mi ciclo, recuerdo que lo comencé un día de luna nueva, ya que nosotras tendemos hacerlo en esta fase o en luna llena y de ahí en adelante, registré a diario y con detalle todo lo que sentía.
Mi búsqueda me llevó a la India y allí una noche de mucho frío, en la que sentía que me congelaba, fui a un masaje ayurvédico, necesitaba equilibrar mis energías, y me sirvió para conectarme conmigo, con mi esencia.
Así volvió mi luna, como llamo a mi menstruación. Fue el 28 de diciembre del 2019, cuando ajustaba dos años sin sangrar, lo recuerdo perfectamente porque la guardé y fui a entregársela al Río Ganges.
Llegó enero y no menstrué, tampoco en febrero y menos en marzo. Entonces fui a una ceremonia en la que solo estábamos mujeres y que dirigió una abuela sabia; y en un temazcal, un ‘iglú’ lleno de calor que simula el útero de la madre tierra, viví un proceso de depuración y visualización de mí misma. Me reconocí.
Fue así como desde abril llegó mi luna definitivamente, dejé de vivir mi menstruación como una rutina e hice tanto de ella como de mi ciclo un ritual, en el que aprovecho cada cambio y energía para mí.
Como la luna, tengo fases y en ellas me habitan distintas energías.
Cuando ovulo soy más dinámica y participativa, me surgen más ideas y siento una inspiración tremenda. En cambio, cuando menstrúo mejor me doy un espacio de introspección, tejo, escribo y medito para soltar pensamientos, sentimientos e ideas.
Hoy construyo con mi organización, un proyecto que desde la formación del ser, las niñas, niños y adolescentes dejen a un lado la comprensión de “ser mujer” como algo tormentoso, que reconozcan su ciclicidad y la dimensionen como una experiencia divina, llena de inspiración y sabiduría.