Aquella noche nos sentimos por primera vez útiles y responsables. Mi hermano y yo estábamos sentados jugando, tal vez Ruta o Uno. Vivíamos en Laureles, en el primer piso de una casa típica del barrio. Hacía cerca de un año se había aplazado indefinidamente el sueño de todos de vivir en “la casa nueva”, que mis padres habían construido con esfuerzo y cariño. Primero fue el lote, que estuvo desocupado un buen rato. Luego, con ayuda de un arquitecto amigo, Juan Gabriel, mi papá, diseñó una casa con patios, ventanas inmensas, espacio aparte para la biblioteca, un jardín y cuarto para cada hijo. Más tarde, los maestros de obra contratados esperaban cada mañana a que llegaran los materiales que llevaba poco a poco Beatriz, mi mamá, en nuestro Renault 6 vino tinto. Un día la terminamos: flamante, blanca, en medio de un jardín.
“No nos alcanza la plata para vivir en la casa nueva. Vamos a tener que alquilarla y hacer un plan de ahorro entre todos”. Cada uno puso de su parte. Desde los tenis soñados, juguetes, comidas afuera, lo que fuera, porque teníamos el sueño de trastearnos a ese lugar lleno de verde, más cerca del colegio: un sueño compartido.
Esta vez el ambiente estaba aún más tenso, Santiago y yo jugábamos en nuestro cuarto. De pronto, nos llamaron a reunión. Mi papá estaba sentado a su lado de la cama, con una libreta sobre sus piernas (escribía cuentas, poemas y planes en sus agendas). “Sigue sin alcanzarnos del todo, pero el esfuerzo vale la pena y la casa la van a acabar los arrendatarios que nunca la van a cuidar como sus dueños. Nos vamos a trastear”. ¡Sí! Fue una fiesta, simple, pero inolvidable. Seguramente lo logramos por comer más en casa, no comprar cosas innecesarias, ahorrar en el mercado, o todo eso sumado. ¡Lo hicimos juntos!
Mi familia tenía características que siempre me acompañan. Proyectos compartidos (la casa nueva, por ejemplo), valores similares (el campo, el estudio, el trabajo), conversábamos mucho, jugábamos. No hay familia perfecta, pero en la nuestra aprendimos a soñar en grande.
Colombia es un país en el que una de cada cinco familias acude a algún tipo de subsidio o ayuda del Estado para terminar el mes, o para sobrevivirlo. Es cierto que somos un país con mucha desigualdad y aún tenemos índices de pobreza inadmisibles, aunque ya no seamos un país pobre. Somos un país de ingresos medios, con una importante clase media que necesita crecer y consolidarse. Sin embargo, es un desastre cultural y social que haya millones de colombianos que no quieran salir del subsidio, que vivan de los “peteros” (la gente que tiene un chaleco que los identifica como agentes de algún programa social del Estado), que sientan que son pobres, que viven lejos, que no son capaces. Son muchas las personas que esperan a que sea Dios, el Estado o la suerte lo que resuelva sus dificultades.
Siempre hay que repetir que ningún índice de pobreza es admisible, pero tratar de resolverlo desde la dependencia de los subsidios crea un lamentable círculo vicioso en el cual a más ayudas, más gente las busca, menos quieren estudiar, emprender, trabajar. Parece que nuestro aparato de protección social logra la mitad de lo que se propone, y eso si llega. De hecho, se ha estudiado que realimenta e incentiva la informalidad y disminuye la responsabilidad de las personas sobre su propia existencia. Mitiga los efectos de la pobreza, pero no la acaba, no llega a inspirar a las familias a hacerse responsables de su futuro.
Hace poco leía un discurso de Justin Trudeau, primer Ministro de Canadá, que me hizo poner la piel de gallina. Decía que su sueño era animar a que los canadienses “subieran por la escalera de las oportunidades”. Lo más hermoso de esa frase, y tiene que ver con nuestra edición de este mes y con la anécdota familiar de esa casa imaginada, construida y conquistada en familia, es que la gente, las personas, las familias, suben por esa escalera a punta de esfuerzo, nadie lo hace por ellas. Claro que tiene que haber una escalera primero: servicios del Estado, derechos garantizados, mercados que funcionen, organizaciones sociales, empresas conscientes. ¿Pero de qué más debe ser uno dueño, incluso si no tiene mucho, si no de su propio futuro? ¿De quién depende el crecimiento de cada empleado en una organización? ¿De quiénes la felicidad y armonía de la familia?
Por eso, esta edición de el informador se dedica a familias que ven el estudio como una inversión, apuestan por tener capacidad de ahorro, buscan vacaciones que les permitan ampliar sus miradas, vivir juntos experiencias que enriquezcan sus conversaciones, sus sueños y se acompañan mutuamente en ese camino por la “escalera de las oportunidades”, incluso cuando faltan uno o dos escalones y tienen que saltar o fabricarlos por su propia mano. En Comfama estamos comenzando a usar la expresión “Familias dueñas de su futuro” para describir a las familias trabajadoras de Antioquia. Lo hacemos con espíritu de abundancia, sin negar las dificultades o las carencias, pero reconociendo que cuando nos hacemos cargo, incluso en medio de la incertidumbre, el camino se abre y el pecho se ensancha para emprender la marcha con energía y esperanza.
¡Esas, dueñas de sus sueños y sus acciones, son nuestras familias!
La mejor forma de predecir tu
futuro es construyéndolo.
Abraham Lincoln
Excelente editorial. Qué bueno que se entienda la familia asi.