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Bullerengue pa’l alma
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Bullerengue pa’l alma

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Carlos Julio Álvarez vivió un Festival de Bullerengue en Necoclí en el 2020. Una historia, contada por él, acerca de cómo una tradición cultural colectiva se convierte en fiesta y alegría para todos los que llegan.

 

Agosto de 2021.

La promesa había sido clara: bullerengue a las afueras del Teatro Pablo Tobón Uribe con el elenco de la Corporación Cultural El Totumo Encantado, directo desde El Totumo, corregimiento de Necoclí, en el Caribe antioqueño.

Los visitantes, con tambores, iniciaron el ritual. De a poco, pero nada tímidos, los asistentes a la obra los rodearon y, junto con ellos, los curiosos del centro de Medellín que se dieron cuenta del carnaval que iniciaba.

Era inevitable porque cuando suena un tambor las caderas se despabilan. Porque cuando las mujeres y los hombres se contonean entre sí las palmas celebran. Porque los cánticos africanos nos recuerdan las raíces, la sangre se aviva y lo revuelca todo por dentro.

No era la primera vez que me dejaba llevar por la pachanga, que la música se hacía fiesta, una fiesta para mi alma.

Octubre de 2020.

Luego del encierro de la cuarentena, muchas personas se atrevieron a viajar para reencontrarse con la vida. La promesa del mar, la playa y el viento que reconfortaría el alma en cautiverio me hizo llegar a Necoclí, uno de los municipios costeros más cercanos a Medellín que promete descanso del cuerpo… y de la mente.

El tradicional Festival de Bullerengue, que se realizaba tradicionalmente hace 32 años, tendría lugar de manera virtual, así que no hacía parte de las promesas por cumplir del primer viaje después de la pausa. ¡Oh, viajeros!, dejaros sorprender por los caminos insospechados del viaje: ni la pandemia pudo controlar la fiesta de los necoclicenses.

En cada esquina, en cada calle cruzada, en la playa con mar dulce sabor Atrato, en el hostal La Mariápolis donde se hospedaban… en todos lados sonaba bullerengue. Y con el sonido el baile, el canto, la fiesta. El reencuentro con los panas y los visitantes. El abrazo a la vida en medio de la muerte. El Festival no se resistió a vivir en los muros de la virtualidad y salió a atrapar a todos los incautos que necesitaban gozo.

A Sofía «Mariápolis» Escobar, propietaria del hostal, no la sorprendió lo que sus huéspedes estaban viviendo: el poder del bullerengue para invocar a Dionisio. De los cuatro años que llevaba en Necoclí aprendió que ese ritmo propio de Urabá, Córdoba y Bolívar aquieta las penas, reconforta y aliviana el alma y libera el cuerpo de pesares.

Junto con ellos y con gente que quizá no reconocía luego de un año de encierro y un tapabocas encima, alabaron al dios Dionisio frente a la iglesia católica. Bailamos hasta que el amanecer amenazó descubrirnos y los pies dolieron más de lo normal. Un recuerdo tatuado por allá, en los adentros, que luego nos reconfortaría en Medellín, a las afueras del Teatro Pablo Tobón Uribe, menos de un año después.

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