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Educar para la posibilidad
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Educar para la posibilidad

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Hubo una época en la que mi hermano y yo éramos los ídolos de mi papá. Cuando Santiago jugaba fútbol en El Dorado, él preveía que como capitán del equipo se luciría, correría más que todos, le pondría más carácter y energía que cualquiera. Si Santi competía en atletismo, estaba seguro de que habría récords y que en la maratón del colegio el apodo de “cuatro pulmones” estaría bien merecido y premiado con la habitual medalla dorada. Una vez en mi vida me pidieron autógrafos y fue por ser su hermano. Fue en décimo grado, en un pasillo del colegio, al final de la premiación de unos juegos interclases en los que, a costa de esfuerzo, llevé a mi casa una medalla de bronce en microfútbol. Luego del acto, un grupo de estudiantes de sexto o séptimo se cruzaron conmigo. Una de ellas me miró, sonrió y me pidió firmar su camiseta deportiva. Titubeé, pero firmé con cariño. La segunda preguntó: “¿Quién es él?”. La primera susurró: “¡El hermano de Sachi!”. Terminé firmando camisetas un buen rato en medio de su vibrante alegría por tener la firma del hermano de la estrella deportiva escolar.

Algo análogo sucedía en mi caso. Cuando llegaba una visita a la casa, mi papá me pedía que leyera un poema que había escrito o señalaba con orgullo en mi estante de libros una pequeña escultura que había hecho en clase de artes. Cuando escribí un cuento, previó el premio literario infantil que me otorgaría Comfama. Disfrutó tanto los logros deportivos de mi hermano, como la medalla que me dio la Piloto por ser uno de los estudiantes del Valle de Aburrá que más libros había leído. “¿Viste que también hay medallas para lectores?”, dijo con cariño.

Juan Gabriel siempre creyó en las infinitas posibilidades de sus hijos, sin negar nuestras limitaciones. Él y mi mamá nos dieron tanta confianza que aún me emociono al recordarlo. Nunca importó que mi hermano tuviera tendencia al asma o que yo tuviera problemas de visión, ni que ambos nos enfrentáramos, como todos los niños del mundo, a dificultades y limitaciones de aprendizaje. Para ellos éramos, en potencia al menos, unos campeones. Hasta el extremo de que cuando en el colegio se burlaron de mis gruesas gafas de pasta, mi mamá me convenció de que Clark Kent tenía unas parecidas, que se quitaba cuando quería, para convertirse en Superman. Juan y Beatriz nos enseñaron a no temer y a confiar en nuestras posibilidades. Eso nos ha permitido avanzar en la vida. Claro que nos hemos equivocado, pero nunca hemos dejado de confiar en el futuro.

Desde hace muchos años es clara para educadores en todo el mundo la importancia de la autoconfianza, que se desarrolla con la aprobación de padres y maestros. El aliento y motivación son fundamentales para desafiar límites que casi siempre son imaginarios. Hoy en día se habla del efecto Pigmalión, que no es más que la realimentación positiva a partir del cultivo de la confianza. Los mejores maestros saben que una persona que cree en sí misma, supera sus errores, realiza con mayor facilidad las actividades más complejas y avanza más rápidamente. Por supuesto, no estoy diciendo que la autoestima lo sea todo, pero unida a los talentos, el trabajo y la pasión entrega resultados increíbles. Son innumerables las historias de personas a las que les diagnostican una condición, enfermedad o discapacidad que luego logran superar a partir de confianza, trabajo y apoyo.

Cuando escuchamos hablar a grandes educadores, oímos de metodologías, pedagogías y visiones diferentes. Cada una de estas tendrá fortalezas y debilidades, impactos positivos y negativos. Por supuesto, las investigaciones y búsquedas para que la humanidad comprenda mejor, desde la ciencia y desde la filosofía, cómo debemos educar, tendrán para nosotros, siempre, mucho sentido. Pero pensamos que hay una pregunta de carácter superior, y es: ¿desde dónde educamos?, es decir, ¿con qué postura frente al otro lo hacemos?

¿Debemos educar como dioses todopoderosos, como ángeles benevolentes?, ¿o será que basta con animar, retar, proponer y preguntar, en un ambiente de amor y confianza en el otro? Al recordar a nuestros maestros inolvidables, en el colegio, la universidad o la vida, hay un rasgo común. Son gente que educa desde el corazón porque ama su labor y lo que alrededor de esta se construye. Vibran con aquello que enseñan, se emocionan en el acto sublime de educar y, sobre todo, creen en el ser humano que tienen enfrente y sus horizontes que apenas se insinúan. Los invitamos a disfrutar esta edición, que es una exploración por las diferentes formas de aprender y educar, un viaje por la vida de estudiantes, maestros y seres que al despertar en la mañana saben que no hay nada más valioso que aprender, y nada más hermoso que educar.

Regresa: Aprender, jugar, descubrir

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4 thoughts on “0

  1. La felicidad del educador es cuando entrega con amor sus conocimientos y se ve reflejado en las lindas sonrisas que cambia corazones y pensamientos.

  2. Súper, por fa me pueden tener en cuenta y compartir textos como este; no me canso de leerlo, gracias

  3. En la vida se debe ser coherente ;lo que se escribe es producto de nuestras acciones y en las empresas que dirigimos como esta no pasa nada de lo que el director pregona

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