Cuando los españoles (pasó en el tercer viaje de Colón) vieron las tierras de Venezuela, de altos pastos y caños por donde corría agua y se navegaba en canoas, y colocadas sobre maderos verticales (palafitos), como si fueran mesas, vieron las casas y a la gente, pensaron en Venecia y sus canales. Y dedujeron, por comparación, que ese paisaje que veían era como una pequeña Venecia, una Venezuela. Y con ese nombre como referencia, fue que Cristóbal Colón descubrió los esteros del río Orinoco, convencido de que llegaba al paraíso.
Por los días de la Colonia, Venezuela fue una capitanía, un sitio de militares que tenían por encargo rechazar a los ingleses y franceses, la mayoría corsarios y cazadores de galeones. Y en este mundo de los militares abundaron los caballos criollos y las reses, que para el ejército el ganado es comida que camina, que carga y abre caminos. Y esta ganadería llegó a crecer a tal punto que, como dice Indalecio Liévano Aguirre en su biografía sobre Bolívar, cada esclavo llanero era poseedor de al menos cien novillos. Nunca tanto ganado de leche y carne, domesticado y cerrero, se había visto en un solo punto sobre la tierra. Por esta razón, entre nosotros la carne de res es parte de nuestra culinaria. Desconocemos o al menos dejamos de lado el conejo y la oveja. Y si antes se comía en casa pollo y gallina, el primero era para enfermos y la segunda para las dietas de las mujeres.
“El mundo no es como queremos que sea, es como es”. Baruj Spinoza
— José Guillermo Ánjel (@memoanjel) 25 de agosto de 2018
Pero no es solo la carne vacuna ni los caballos lo que nos une con Venezuela. Por el contario, hay demasiados elementos que nos son comunes: el primer héroe que tuvo la Independencia fue Atanasio Girardot (nacido en san Jerónimo, Antioquia, el dos de mayo de 1791), que murió en la batalla del Bárbula iniciándose apenas la lucha de independentista, y que fue el inicio del sueño suramericano: ser libres. Su corazón, por orden de Bolívar, está depositado en una urna en la catedral de Caracas. Con los días, declarada la victoria, Venezuela hizo parte de la gran Colombia (Venezuela-Colombia y Ecuador), territorio creado por Bolívar en homenaje a Colón, quizá bajo la premisa de que todos somos hijos del descubrimiento, los aborígenes y los que llegaron, que se mezclaron produciendo esto que el mexicano José de Vasconcelos Calderón llamó la raza cósmica, la que enriqueció la culinaria, la música, la danza, la literatura y el debate político. Y si bien cada país se separó, lo hizo en términos geopolíticos, pero no de gentes. La gente no entiende las fronteras y menos cuando es viajera, cuando canta y baila, imagina y abraza. Entre Colombia y Venezuela viajó el maíz y el café, el ganado andino y el llanero, las costumbres y el bien vivir, los libros y los intelectuales. Y con ellos hubo intercambios culturales, genéticos, económicos y comerciales.
Fernando González Ochoa, el filósofo de Envigado, escribió en 1934 el libro Mi Compadre, en el que hizo una lectura de Venezuela acorde a los calores del Caribe (al que pertenecemos colombianos y venezolanos). El libro, como el mismo autor decía, buscaba una mayor convivencia entre los dos países, y por ello ponía como ejemplo a Juan Vicente Gómez, un andino medio mágico que gobernó a los venezolanos desde su propia finca. Con este personaje compartíamos los nuestros, igual de desmesurados, igual de bailarines, igual de Garcíamarquianos, queriendo decir (Fernando) que tenemos un destino común, que la orquesta de la Billos Caracas Boys se hizo siguiendo el paso de la de Lucho Bermúdez, que nuestras alegrías y delirios son los mismos, que en el venezolano nos vemos y él se ve en nosotros, que una buena parte de colombianos (unos cinco millones, dicen) se instaló en Venezuela mientras, a lo largo de las dictaduras (la de Páez, Juan Vicente Gómez, Marco Pérez Jiménez, Hugo Chávez y Maduro) a Colombia han ingresado también miles y miles de venezolanos (en especial a la costa atlántica) y aquí hicieron su casa y su vida. Y en este ir y venir, dar y recibir, ambos países se han ido haciendo uno. Como pasa entre los llaneros, para los que el encuentro es el hombre, a este y al otro lado del río estamos unos que somos los otros.
Cuando se cierran las puertas a la cultura se abren las de la oscuridad, el miedo, la esclavitud y la contaminación.
— José Guillermo Ánjel (@memoanjel) 28 de julio de 2018