Por Juan Mosquera Restrepo
Está ahí, delante de ti, de pronto te mira con ojos que no son suyos. Está ahí, delante de ti, sin ternura en la mirada. Está ahí y no está. Solo hay ausencia y medicinas de control que lo mantienen aquí sin hacerse daño físico a él mismo o a los demás. Más fuerte que el último escándalo de medianoche que despertó a un edificio entero y varias casas a la redonda, es el momento de firmar el papel que autoriza internar por un tiempo incierto a un familiar en una institución de salud mental. Yo lo he firmado. Y también lo he dejado de firmar.
Algo pasa entre nosotros, digo, como sociedad, que aún no entendemos que las enfermedades mentales son tan comunes y naturales como las que lastiman otros órganos. Es lo mismo que tener deficiencias en un riñón o los pulmones en apuros, aunque las consecuencias, claro, sean distintas. Se puede ser totalmente funcional dentro de una sociedad padeciendo una enfermedad de esta naturaleza si se sabe llevar, como sucede con otras tantas.
En Antioquia no hablamos de esto. Tal vez por esa herencia judeocristiana que interpretó siglos atrás como posesión demoníaca cualquier comportamiento difícil de entender. Aquí no hablamos de esto porque aún hay pueblos en los que se guarda, literalmente, a familiares en el cuarto de atrás -a veces incluso amarrados- para que no den qué hacer, ni de qué hablar. Sobre la salud mental cae el manto pesado de los prejuicios y el peso complejo de la ignorancia.
Y son distintas las rutas de la depresión severa aguda, del trastorno afectivo bipolar, de la esquizofrenia. Por nombrar tres de los motivos -más comunes de lo que se piensa- que llevan a alguien al consultorio del sicólogo o del siquiatra. El nuestro es un país que vive en traumas sin resolver, ser sobrevivientes de guerra es uno de ellos. Enfrentar las consecuencias de estas enfermedades sin esconderlas bajo un eufemismo ayudaría a muchos. Pero todavía hay quien dice que alguien que comete suicidio sufrió de una “penosa enfermedad” solo para no admitir en público lo que duele en privado.
Ayer volví al barrio. Al que nunca se ha ido de mí. Del que nunca me fui. Lo que quiero decir que ayer fui camino al barrio arriba desde donde Medellín es una postal que se ve pero no se toca… https://t.co/hFD2TG8EIT
— JuanMosqueraRestrepo (@lluevelove) 16 de noviembre de 2018
La noche de viernes en que murió papá fue el detonante de las enfermedades de mi hermano menor. Recuerdo cuando le conté que él no iba a volver, cómo se lanzó contra el piso, contra la cama y lo detuve antes de destrozar lo que fuera contra la pared. Ya había pasado por episodios graves como una caída desde tres pisos cuando tenía apenas dos años. Duró casi tres minutos muerto clínicamente. El siquiatra infantil que más tiempo lo trató dijo que en esa falta de oxígeno al cerebro han podido nacer la mayor parte de sus problemas. Alguna vez, años y años después, prendió fuego a una camiseta deportiva que tenía puesta. Durante meses visitamos una momia en el pabellón de quemados del Hospital San Vicente.
Muy pequeño se perdía de casa por horas y resultaba en otro extremo de la ciudad a donde se había ido caminando a saludarnos a alguno de nosotros, sus hermanos. O en un parque que solo había visto una vez pero memorizaba la ruta. Es un hombre inteligente. A pesar de estos pesares siguió sus estudios, pasando por varios colegios, hasta terminar el bachillerato. Luego ha hecho cursos varios y labores distintas. Incluso algunos deportes capturan su atención por temporadas. Podría, si tuviera la pasión y el entusiasmo suficientes, dedicarse a un solo asunto, si quisiera. Su diagnóstico no le impide ser productivo, dice el siquiatra, pero esta es otra conversación.
¿Por qué hablo de esto? Porque creo que ciertos asuntos deben dejar de ser tabú para ayudar a otros, para que los demás no se sientan solos. He conocido a tanta gente emparentada conmigo por esta misma situación que pensaba que solo a ellos les pasaba… Escribo esto porque primero lo consulté con mi hermano y le pedí permiso para juntar estas líneas. Recuerdo el bien que ha hecho Piedad Bonnett -incluso a mí- con Lo que no tiene nombre, libro que nos acercó en la vida. Escribo esto porque han sido muchas las terapias familiares en las que los doctores se sorprenden de vernos juntos encarando las dificultades, porque muchas veces todo se rompe con un paciente en casa. A veces nos agotamos, claro, y parece que nos rotáramos el cansancio. A veces sonreímos todos juntos afuera y adentro de una foto y esa sonrisa es sincera. Somos, también, nuestras cicatrices. Escribo este testimonio porque callar sobre la salud mental no nos hace bien. Tantas cosas suceden a un corazón de distancia.
Por Mauricio Mosquera Restrepo
Él siempre ha sido eufórico, intenso, cambiante. Llegó a la vida de una familia que se creía completa cuando sus hermanos pasábamos todos a la mayoría de edad.
Desde muy temprano Daniel fue distinto, le puso los dedos a la estufa prendida, a los 3 años saltó de un quinto piso de una construcción hacia un montículo de arena, lo hizo tantas veces que los obreros tuvieron que decir ¡no más!
Mientras tanto en la familia, el edificio y el barrio todos decíamos: es muy necio, es hiperactivo, jugando fútbol se le quita. En silencio los hermanos le reclamábamos a nuestros padres haber traído un hermano más a esta abundante familia cuando ya estábamos todos criados.
No era, no es, falta de amor. Desde siempre lo hemos querido y acompañado, corrimos detrás de él cuando se volaba a montar bicicleta a la autopista a las 6 de la mañana siendo un niño de 6 años, o cuando caminó 40 cuadras solo, desde el barrio Conquistadores hasta Belén, porque el apartamento de uno de sus hermanos tenía piscina.
Nuestros comentarios, nuestra única conversación siempre fue evasiva. Que es muy orientado, que cómo aprendió la ruta, que es increíble que no sienta miedo, que es necio, muy necio, que cuántas canas nos va a sacar.
A ese ritmo hizo todo lo que todos los niños. Fue a un preescolar, comenzó su primaria en un colegio cerca a la casa y
empezó a fallar académicamente desde el principio, un pecado mortal en una casa de alumnos “mazos”. Ahí empezó la preocupación, y el primer sicólogo con un diagnóstico común por esa época: “el niño es hiperactivo, démosle ritalina”.
Los reclamos silenciosos empezaron a tener volumen. Nos criticamos todos mutuamente por la falta de disciplina, porque de pronto lo mimamos demasiado y lo estábamos dañando. Nos turnamos desde esa época el rol de hermanos, padres y tutores sin ninguna experiencia y sin razón lógica. A sus continuos episodios respondíamos
con compasión a veces, con desespero otras, con rabia, con pesar, de muchas formas; pero siempre desarticulados.
En esos ires y venires, le fuimos entregando la responsabilidad al sicólogo y simplemente nos dedicamos a atender
desde nuestra iniciativa los retos del día a día. Se hizo común cambiarlo de colegio, buscar actividades complementarias, pasar del mimo al regaño y escapar, sí, todos los hermanos, uno a uno, de la casa paterna ante
la imposibilidad de manejar una situación que a todos nos abrumaba.
“La conversación debería ser una materia obligatoria en todos los colegios”, #escuchéporahí
— Mauricio Mosquera (@mauromosquera) 15 de noviembre de 2018
En la adolescencia empezó a escuchar voces en su cabeza. Le decían que corriera, que no durmiera, que no se dejara “joder” de sus hermanos. Le dijeron muchas cosas, entre ellas, báñate en alcohol y préndete fuego. Lo hizo.
Nos encontramos con alguien que pedía auxilio y que entendió, y nos hizo comprender que el reto era más grande que su capacidad. Que sus muchas cosas buenas, su nobleza y su inteligencia se nublaban con sentimientos e impulsos que no podía manejar.
De eso van 15 años. Daniel ya tiene 30. No vamos bien, ni vamos mal, los acompañamos a él, a mi madre, y a su cuidadora.
Hace poco hicimos lo que debimos desde el principio: hablar. Hay que reconocer que no somos médicos, que la enfermedad mental de un miembro de la familia no es vergüenza social, que los que te quieren no te van a juzgar y que es una circunstancia más común de lo que creemos.
Tengo un hermano, un hermanito que quiero mucho, se llama Daniel. Sufre de esquizofrenia y trastorno afectivo bipolar. A él debo decirle que hemos hecho todo lo que hemos sentido correcto para acompañarlo; pero en ese camino, yo cometí un error que nos afecta a todos y por el que te tengo que pedir perdón: guardar silencio. La palabra sana.
Para una mente sana
Practica Ho’oponopono: Di repetidamente lo siento, por favor, perdóname, te amo y gracias. Estas palabras anulan los recuerdos que duelen.
Hola gracias por estos escritos de los hermanos Mosquera. Asi es, es necesario conversar de nuestra salud mental y no alimentar la vergüenza o los prejuicios que enferman más. un abrazo y gracias COMFAMA