Por: Luis Grisales Rendón
Periodista por profesión, gestor cultural por decisión, melómano por vocación y músico frustrado por selección natural. Actualmente trabaja para la Gerencia de Música de Idartes en Bogotá.
Regalos de todos los tamaños, gustos, colores, sabores y seguramente precios; imposible calcular cuántos recibí de Memo en toda su vida. Si la pregunta es ¿cuál de ellos definitivamente no me gustó?, la respuesta es directa: un no-recuerdo que cierra definitivamente esta confidencia. Ahora, si la cuestión es conocer cuál es ese que no olvido, contesto inmediatamente, me queda imposible guardar silencio porque este definitivamente me marcó: un casete grabado con números uno en ventas según la revista Billboard cuando apenas tenía 9 años, la misma edad que ahora tiene mi sobrino.
Para los que apenas llegan a la sintonía, un casete es un objeto en desuso definido por la RAE como “Cajita de material plástico que contiene una cinta magnética para el registro y reproducción del sonido, o, en informática, para el almacenamiento y lectura de la información digitalizada”. Para efectos prácticos, nos quedamos solo con la primera definición. Los había de cinta normal, de metal o de cromo; también originales y copiados. El mío era uno de estos últimos, un Sony C60 seleccionado con mucho amor por mi padre y grabado en el almacén de uno de sus amigos, un extraño sitio en el que combinaban la venta de máquinas de coser con vinilos prensados en Colombia. En la cara A, Donna Summer, Gloria Gaynor, Anita Ward y los Bee Gees, toda la avanzada del Disco Sound enfrentada a una cara B en la que aparecían nombres como Pink Floyd, Blondie, Queen y The Knack.
Para quienes me conocen un poco, creo que no es difícil adivinar hacia qué lado me incliné. Mucho menos que, para mí, inexpresivo por naturaleza, regalar música siempre ha sido una forma de expresar afecto. Padres, hermanos, amigos, amores y melómanos en un ritual de evangelización en doble vía, pocos en este rango se han salvado de mis souvenirs sonoros.
Nunca me había preguntado sobre el origen de esta costumbre que muchos consideran una manía, solo hasta hoy lo hago y claro, Memo es el gran responsable. Cassettes marcados con rapidógrafo, vinilos, Compact Disc originales y piratas, y, ahora, plataformas digitales, toda una evolución tecnológica que revela mis décadas encima, casi todas acompañadas de un buen auricular.
Ahora, más que nunca, doy gracias a todos aquellos que, como mi padre, me encontré y me sigo topando en el camino, los que generosamente comparten, sin egoísmo ni exclusividades, la banda sonora de sus días. Obsequiarla es un acto sincero, una manera inocente de retribuir y demostrar cariño. No es necesario tener dinero, tampoco hay que esperar hasta diciembre para hacerlo, cualquier día es el preciso para compartirla, para regalar amor.