Cuidados entre murciélagos
La cueva se ennegrece aún más en la noche. Las hembras dejan el abrazo colectivo del día y salen por alimento. Hay una que no vuela. Está débil y se queda agazapada en el piso de piedra, se envuelve como un ovillo y las alas le cubren los ojos nublados. A cada tanto suelta un chillido agudo. Después de unas horas, el aleteo seco de la bandada inunda de nuevo la cueva y se acaba el silencio. Un animalito se separa del grupo que entra como nube y se acerca a su compañera enferma. Con delicadeza, abre su boca y le pasa comida. Los murciélagos vampiros se protegen entre ellos: cuando uno no puede salir de caza, los otros le procuran alimento. El favor no se olvida. En unos días, aliviada, hará lo mismo por quien lo necesite.
La tristeza de la orca
Una y otra vez la orca J-35, también llamada Tahlequah, se hunde para recuperar el cuerpo inerte de su hija y empujarla a la superficie. Lo hace por 17 días, la arrastra de la cola con su boca o la empuja con la frente por 1.600 kilómetros. La cría murió una hora después de nacer: desde 2015, ningún ballenato de las tres manadas que viven en el Noroeste del Pacífico sobrevive. Lo extraordinario es el tiempo que dura el duelo; la madre se toma semanas para despedirse. El esfuerzo físico es extenuante. Cada respiro implica soltar el cadáver y Tahlequah solo busca aire cuando se vuelve inevitable. Asoma su lomo entre las olas, expulsa un chorro de agua, se sumerge de nuevo y recupera lo suyo. Por momentos alguna compañera de la manada le ayuda y empuja al bebé que también es de ella porque las orcas crían en grupo. No la abandonan, dejan que la tristeza salga del cuerpo. Un día pasa.
Para volver a volar
Es una coreografía de ochos que se traza en el aire. Cada vuelta indica un kilómetro de distancia. La posición —el ángulo al que apunta el abdomen— señala el lugar en el que está el sol y la dirección a la que se debe ir. Un cuerpecito peludo, rayado de amarillo, le indica a sus compañeras dónde están las flores con más néctar. Las espectadoras observan y siguen sus indicaciones. Recorren la distancia marcada, encuentran el tesoro dulce y regresan al panal. En la entrada, hay una abeja cubierta de miel que no puede moverse. Está viva y ellas lo saben y la ayudan. Cuatro de ellas y sus diminutas lenguas sobre las alas tiesas y la cabecita de su compañera para limpiarla. Solo paran cuando puede volar de nuevo.
Por: Camila Vera