No importa quién seamos o cómo esté conformada nuestra familia, siempre habrá una visita que no queremos en casa: la muerte. Llega a esperar ese último suspiro, con su manto negro, su cuerpo esquelético y esa especie de daga que lo hace todo más escabroso.
Esa misma muerte susurró a los oídos de Fernando Abril hace diez años; estaba lista, sonriente, para acompañarlo a donde habrá de acompañar, en algún momento, a todos quienes estén leyendo esto. Con lo que no contaba esa atrevida es que Fernando tenía un ancla aquí en el mundo de los vivos. No eran sus papás ni sus dos hermanos, era su hija, “la hija boba”: ¿quién iba a acompañar a Matilda si él no estaba?
Ella, una labradora de un año de edad, había llegado a la vida de Fernando no por casualidad, porque su familia siempre le había inculcado amor por los animales. Casual tampoco fue que ella enfermara justo cuando su amigo humano estaba en pleno tratamiento contra el cáncer.
Su cuerpo achocolatado lo acompañó en el duro proceso de la quimioterapia. Sus mimos, sus juegos un poco más tímidos y esa compañía siempre fiel fue gran parte de ese motor que permitió que Fernando esté aquí ahora, disfrutando de la vida, del mañana, pero sobre todo del presente.
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Cuando se es una familia no hay individualidades, sí un futuro en equipo en el que todos sean felices, sanos y tengan libertad para disfrutar de este mundo y sus cosas, las mínimas y las máximas. Por eso, cuando Fernando, el publicista, quiso tener apartamento propio, lo hizo pensando en él pero también en su compañera. Sí, ese lugar donde ella, esa perra de gran tamaño que mira con ojitos de yo no fui, pudiera caminar, divisar el horizonte y salir a caminar para llegar cansada y quedar fundida en su cama.
Cuando le diagnosticaron displasia de cadera, tuvieron que mudarse a un edificio con ascensor, para que no tuviera que exigirse tanto. Aunque a ella parece no importarle lo que diga el veterinario y tampoco que tenga ya once años de edad y canas por todos lados: sigue siendo activa, corre de aquí por allá con sus amigos del barrio o cuando escucha el tarro de las galletas que Fernando tiene escondido bien alto.
Es muy inteligente. Sabe que desde hace tres meses Fernando llega a casa más temprano y todo porque él cambió de trabajo, uno que le permitiera estar con ella más tiempo. Y cuando suena el despertador y él no se para, entiende que es tiempo de dormir dos horas más, por eso, con su propio permiso, se sube a la cama de su amigo humano para arruncharse.
Once años juntos, en los que ambos han procurado por la salud y la felicidad del otro. Pero la muerte, irremediablemente, regresará a cumplir su labor. Y Fernando lo tiene claro, pues cuando su “hija boba” pierda calidad de vida por su edad o por su enfermedad, y su sonrisa permanente no esté allí más, será el mismo quien la llame y permita que esa presencia la acompañe a donde esperará a su amado humano muchos, pero muchos años más.
Por lo pronto, solo hay tiempo para vivir.
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