En casa la música siempre fue una condición. Nadie la pedía, estaba allí, viviendo con nosotros, moviéndose. La música gobernaba. No podía evitarse. De un cuarto al otro se escuchaba siempre el susurro de una guitarra y luego venía la voz que, inconsciente, se rendía ante el embrujo de la canción.
Desde pequeña, el ejercicio no consistía solo en escuchar, sino en aprender también. La abuela me enseñaba a estar siempre derecha, agarrar el micrófono con firmeza y aparentar la soltura que, con los nervios, no está realmente ahí. Me ponía en frente de una pared de la sala que está llena de espejos y empezaba la lección: ponte derecha, sonríe, mira con dulzura.
El comentario más importante era siempre el del final: hija, si alguien en el público te mira mal o te saca la lengua, no lo mires ni le prestes atención, tú estás en un escenario, ellos son solo espectadores, me decía la abuela.
Por todo esto, no fue fácil resistirse a la música. Desde pequeña escuché las voces perfectamente acopladas, las melodías difíciles y bellas, la guitarra afinada, rítmica. Siempre tres voces: la de mi abuela, la de mi abuelo, la de mi mamá.
Para los tres la música siempre lo fue todo, no había más. O tal vez había más, pero quién querría buscar más allá, para qué. En la música lo encontraron todo: la vida, los viajes, un oficio, el mundo. Mis abuelos, además, encontraron el amor. Mamá encontró un camino, una forma de vivir, una vocación.
Desde los primeros años fui testigo de los viajes y los ensayos, de la vanidad, del espectáculo. Mamá cuenta la anécdota de cómo me llevaba a sus ensayos siendo apenas una bebé de brazos y me dejaba en una canastica mientras todos cantaban. Ella, inocente y culpable, me mantenía ahí, cerca, con la ilusión de que la música alguna vez viviera en mí. Si es que no lo hacía ya.
Y, aunque mamá siempre ha sido una mujer de fe, no le dejó nada al destino y construyó un mundo musical para mí, empezó con el coro Aserrín Aserrán. Fue la primera experiencia artística que me acercó no solo a un talento, sino a las luces, al espectáculo, a un oficio.
Mamá dirigía el coro, daba clases de música en mi colegio y en casa seguía siendo una tutora en lo artístico: niña, estás desafinada, muy bien, la canción va así, y un, dos, tres, me decía.
La música era parte de mi vida, no había manera de evadirla. Todavía quedan videos en los que se me ve bailar y cantar en medio del grupo de niños mayores que yo. Mamá me llevaba a cantar a colegios, a concursar aquí y allá. Luego todo esto pasó a la iglesia, donde el amor por la música tomó otro sentido, otro propósito muy diferente al que había tenido siempre. Más allá de la fama, del reconocimiento, estaba la fe, la conexión con un ser más fuerte que yo, más fuerte que cualquier propósito. Conexión que se daba solo a través de la música.
Dejé de ir a la iglesia, perdí la conexión y la oportunidad de cantar en público, de estar en un escenario. Empecé a escribir sobre cualquier cosa: mi vida, mi familia, las historias que había escuchado antes, las canciones, la música como la única forma de vivir que conocía. Me gustó escribir. Aun así, no pude olvidarme de las canciones, ahí estaban mis abuelos y mi mamá, cantantes para siempre sin importar el tiempo, el público —si existía o no.
Las fotos llenan la sala de la casa de mis abuelos. Ninguna es familiar. Todas retratan sus años de juventud en los que, aunque ya tenían una familia en Colombia, solo importaban los viajes y la fama, las personas importantes a las que conocían, los cocteles, la música, el escenario. Les cuento en medio de un almuerzo familiar que voy a viajar a Perú gracias a una reedición del libro que publiqué hace un par de años, que me invita el Ministerio de Cultura de ese país, que me está pasando algo parecido a lo que a ellos les pasó, pero por un libro, por la literatura. Les cuento y los veo sonreír, me abrazan. Pero me siento una desertora, disfruto de cantar, pero la literatura es un camino que emprendo sola . La traición tan evidente me incomoda y me hace querer callarme la boca. Todos sonríen. Me estoy traicionando a mí misma, me doy cuenta.
Recogemos los platos, ahora las felicitaciones son para la abuela por el almuerzo que nos preparó. Nos separamos, cada uno regresa a su propio mundo. La abuela se me acerca con unos papeles en la mano y unos cuantos cidís suyos. Me pide que se los entregue a alguien en el Ministerio de Cultura peruano, que los ayude a expandir su obra como si se tratara de un evangelio, a estas alturas esto también requiere de fe. Le digo que sí, por supuesto. Lo recibo y pienso que siempre han estado, en ellos y en mí, la terquedad, la esperanza y la ilusión. Y que eso lo ha movido todo.
Manuela Espina, escritora, 20 años.