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La muerte, mi maestra
Tiempo de lectura5 Minutos, 55 Segundos

La muerte, mi maestra

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Entre los 35 y 40 años viví una época que cariñosamente llamo “El encuentro”. Hasta esa edad mi relación con la muerte era casi inexistente, al menos en consciencia y sentir, y creo que por esa misma razón también lo era mi manera de vivir. De allí lo inolvidable que es haberla encontrado.

Antes de ese período había vivido el fallecimiento de parientes, algunos más cercanos que otros, sin entender lo que pasaba por el corazón y la mente de alguien ante el inminente “adiós”. Pero me esperaba una gran lección y mi maestra sería la muerte. Ella se encargaría de enseñarme sobre el verdadero sentido de la vida.

La muerte se presentó sin credenciales a la puerta de mi hogar, a la de mi familia y a la de mis amigos. Primero falleció la pareja de mi padre y comprendí lo que significaba una mirada vacía. En la iglesia, en el entierro, su rostro sentenciaba que su compañera no estaría más, que ya nunca volvería, salía solo de esa iglesia.

Pasaron algunos años más antes de que volviera a sentir la presión en el pecho y en las entrañas. Ese frío contundente apareció esta vez por cuenta de la enfermedad que llegó, al mismo tiempo, para mi esposo —mi amado Paz— y para dos de mis buenas amigas y compañeras de vida. Para todos de manera intempestiva.

Aún recuerdo las tertulias entre los tres: se reunían a reírse de sus dolores, a compartir sus remedios y a embriagar un poco sus miedos. Inevitablemente, la invitada a la mesa era la muerte, en palabras y en silencios, en desafíos y en negaciones, y con ella su compañera infaltable: la vida.

La vida tomaba forma de promesa, consciencia, aprendizajes, pero sobre todo, de enseñanza. Empecé a comprender que entre más cerca estaba la muerte, la vida se hacía más fuerte, más plena,  más presente, más necesaria y disfrutada. 

En ese tiempo, nuestro médico y buen guardián nos dijo: “Todos tenemos fecha de vencimiento, tal vez algunos la tengan más clara que otros”.La cercanía con la posibilidad de morir, hizo de mi esposo Diego, de mis amigas y de quienes los acompañamos en ese camino, expertos en la vida.

Esa respiración latente que anuncia la ausencia, empezó a enseñarnos sobre el vivir, el cuidar, el amar, el disfrutar… Cada día adquiría el carácter de victoria. Compartíamos y luchábamos juntos por “vivir más”.

En diferentes momentos de la historia, cada uno se despidió. A su manera y con total dignidad y paz en el corazón, se acercaron de formas distintas y desde su comprensión de la trascendencia, a ese momento final. Abrazaron profundamente el miedo de decir “adiós”.

Ese rito de paso, en el caso de Diego y mío (y en el “mío” incluyo a todos los seres que lo amamos y acompañamos en esos días), estuvo acompasado por otro tiempo. Los minutos transcurrían lentamente, la última semana estuvo llena de reflexiones, conversaciones, despedidas, deseos, temores y tristezas de una profunda belleza.

La muerte se sentía en cada espacio que habitábamos, ya no como una desconocida, sino como la mayor de las amigas, Diego convocaba su presencia. Unos días atrás, mientras conversábamos de la vida, me dijo con mucha serenidad “ya quiero que llegue la muerte, ya estoy listo, ¿qué puedo hacer?”. Y así iniciamos el camino de la despedida y el silencio, un silencio expectante y a la vez amoroso y tranquilo. Esperábamos la muerte para que lo abrazara en su último aliento en lo sagrado del amor.  El miedo que sentía se convirtió entonces en paz y confianza. El día que la muerte llegó, una mano de Diego la sostenía su hija y la otra yo. Juntos, los tres, hicimos la última meditación.

Esa maestra hizo de ese momento un regalo de amor. El tiempo se detuvo, la mente se puso en blanco, toda la gratitud por ese ser que despedíamos se posó en el corazón y ninguno volvió a ser lo que era.

La contundencia de la vida

Cuando comprendemos que la vida y la muerte son compañeras inseparables y que cada día morimos un poco, su llegada definitiva se siente como un parto espiritual, donde algo que parecía un misterio sin develar se acerca a ti con un sentido sublime, bello y doloroso a la vez.

Pero, a veces, esos partos no son tan pacíficos como el de Diego. Algunos te asaltan. Así fue la muerte de mi papá. Un asesinato. La muerte llegó con una odiosa lección: no siempre puedes prepararte, no se acerca como la esperas, vieja y cansada y, mucho menos, justa.

Mi papá vivía en Río Grande, Donmatías, rodeado de naturaleza, un viejo campesino que era feliz de regreso a la tierra y a la vida simple. En esos días nos veíamos poco. Un fin de semana de enero del 2015 planeaba visitarlo en la finca, pero no lo logré. Sin embargo, el destino tenía otros planes, esta vez por cuenta de la muerte de mi tío: nos encontramos en su velorio. Esa fue la última vez que vi a mi papá.

Durante ese velorio, entre conversaciones, café, memorias y nostalgias, hablamos de la vida y la muerte, las recomendaciones propias de cómo queríamos ser enterrados, algunos recuerdos sobre Diego, el tío, los que se van y los que quedan. Y al finalizar la tarde, los comentarios propios del papá: estás flaca, no trabajes tanto, cuídate, ¿cómo está el corazón?, un beso y un abrazo amorosos, un “te amo” profundo.

Dos días después me llamaban a informarme que acababan de matarlo durante un hurto en su finca.

Esa muerte, a diferencia de la de Diego, no fue un silencio amoroso, sino un grito ensordecedor y fulminante.

Nunca comprenderé lo abrupta e injustificable de una muerte materializada por otro ser humano, ni entenderé la crueldad de matar. No recuerdo muy bien los días siguientes, ni cómo se restauraron el perdón y la paz en mi alma.

Comprendí el mensaje de lo ocurrido, la difícil lección: la vida es más contundente que la muerte, los encuentros no vuelven, las oportunidades se escapan y todo se siente con el nivel de consciencia que lo vives. El valor real de ese momento no era cómo había muerto mi papá, él se fue pleno por su vida, sus aprendizajes y sus huellas; sino cómo había aprovechado esa última oportunidad que me dio la vida de verlo, cómo le había sonreído, qué tan fuerte le había abrazado, ¿habrá sentido todo lo que lo amaba? No lo sé, pero espero que sí.

Así son la vida y la muerte, encuentros con la cotidianidad y con la irrepetibilidad. Juntas tejen, a cada segundo, la urdimbre y la trama de nuestro existir. Segundos que no regresan.

Aliento

Es flujo, corriente

Delicada respiración

que anuncia ausencia

Contundencia que se ignora

Día a día que se consume

Y sublime se despide

Es su metamorfosis

Bella y sagrada

La muerte.

Ella, Claudia Restrepo

¿Cómo estás aprovechando el tiempo que te queda antes de morir?, ¿estás disfrutando intensamente la vida?, ¿con quiénes la estás compartiendo?

Por: Claudia Restrepo, responsable de Capacidades Comfama.

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3 thoughts on “0

  1. Que buen escrito Claudia, se lo que querías a tu Paz y lo que él también te quería, un abrazo Claudia

  2. “La muerte o el próximo amanecer “ proverbio Zen.
    Tuve el privilegio de trabajar con Diego, un maestro un mentor sin igual. En ese mismo año de la batalla final por y para la vida mi esposa Olga igualmente estaba en batalla contra un Cáncer de estómago, este al final terminó con el final llamado muerte. Igualmente nos quedó la enseñanza de cómo el vivir e incluso el morir dan o no dignidad, mi conclusión además de ver a la muerte como maestra es que la vida es y será la vencedora y muy aún con quien físicamente ya no está. Siguen y creo seguirán viviendo en cada soplo, en cada instante, en cada vivencia… si así obviamente lo logramos. Es la Resurrección Cristica o la reencarnación Budista, o lo que se quiera, yo creo es la huella indeleble de ellos los maestros ya adelante en el camino.
    Un abrazo y gracias
    Muy buen escrito

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