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El entusiasmo alimenta el esfuerzo
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El entusiasmo alimenta el esfuerzo

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Por: Gerardo Pérez – Coordinador del programa Bajo la Piel de Medellín

Mano de Dios era el nombre de un asentamiento, ubicado en la comuna ocho de Medellín, habitado por 500 familias, en su mayoría población afrodescendiente, en situación de desplazamiento a
causa de la guerra.

En la tarde del 6 de marzo del 2003 un incendio pareció devolverlas a su pasado de sufrimiento. En segundos vieron arder sus ranchos. Era como si nada fuera suficiente, ahora, el devorador fuego los obligaba a dejar el barrio que con amor los había acogido, y presos de la incertidumbre volvían a desconfiar de “la mano de Dios” que parecía burlarse de su destino.

A partir de ese día, apretados en casas de amigos o familiares, pasaron dos años hasta que en el 2005 recibieron viviendas construidas por el Estado, en el barrio Nuevo Amanecer, corregimiento de Altavista.

Las casas fueron recibidas con alegría, tener de nuevo un techo donde vivir llenó de entusiasmo a cada una de las familias que alguna vez habitó Mano de Dios. Poco importaron las dificultades, el desempleo, la estigmatización y la violencia.

Una cosa sí los preocupó, y era que no había una escuela para los niños. En el proceso de planeación no se pensó en dónde iban a estudiar y en el sector la oferta de cupos educativos era baja.

Ante las dificultades surgen las alternativas, la primera fue adecuar, como colegio, una vieja base militar en la vereda La Esperanza, pero este “centro educativo” quedaría a 30 minutos del barrio, además, no había transporte, los niños y niñas tendrían que atravesar una vía estrecha, sin senderos peatonales, por donde se movilizaban todo tipo de vehículos a alta velocidad. También la entrada al barrio vecino era compleja a causa del conflicto armado entre los combos de la zona.

A lo anterior se sumaba que existía cierto rechazo de parte de los habitantes tradicionales de Altavista, quienes veían la llegada de la comunidad afro como una amenaza para su seguridad. Se oían conversaciones en las que se decía: “esos negros, ladrones y vagos, nos van a dañar el corregimiento”.

Dicen que en las comunidades “no puede haber grandes dificultades cuando se tiene unión y la fuerza para trabajar por el bien común” y en efecto ganas de trabajar juntos había, el grupo de mujeres que lideraba el proyecto de la escuela se mantuvo firme y siguieron reuniéndose. Un día Janeth, una de las mujeres propuso que todos los días llevaran a pie, en caravana, a los estudiantes hasta sus aulas. La idea inicialmente pareció descabellada, pero fue tomando forma, unos llevarían a los niños en la mañana, otros los recogerían al mediodía; simultáneamente un grupo saldría del barrio con los de la jornada de la tarde y lo mismo pasaría al terminar el día.

Uno a uno, vencieron los obstáculos: para controlar el tráfico caminaron con banderas blancas, pidiendo transitar con extrema precaución. Esas mismas banderas sirvieron para indicar que los niños deben estar por fuera de la guerra. Además, por si había un accidente, portaban un botiquín de primeros auxilios.

El amor, la confianza en el otro y el trabajo en equipo fueron la respuesta a cada reto, así inició la escuela de La Esperanza, con caravanas de amor diarias, que adornaban las vías,
compuestas por mujeres y niños alegres que a veces cantaban y siempre llevaban banderas blancas.

Con su persistencia y acción colectiva por sus niños lograron que la comunidad receptora perdiera la desconfianza y comenzó a acoger con amor a quienes antes eran extraños.

Ahora, cuando transito por esa vía creo ver a las mujeres y a los niños caminando, y moviendo sus banderas. En total fueron seis meses hasta que las mujeres consiguieron transporte para los estudiantes. Ya no hubo más caravanas, pero en la memoria colectiva, imborrable, quedó una historia de amor y resistencia comunitaria ante la adversidad.

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