Cuando hablamos de la muerte, ¿dónde se esconde la sindéresis? No lo sé. Quizá la respuesta esté en el miedo frente a ese misterio de lo no descifrado por la mente, base de la educación de nuestra generación, o en la impotencia de su poder contundente.
Al tener la experiencia de dormir con la muerte y despertar con la vida aparece tal nivel de consciencia que se convierte en un privilegio. Así fueron algunos de mis días, con 14 años de edad, pero este no fue mi primer encuentro con la muerte. Ella había dejado una huella, exactamente 11 meses antes de mi nacimiento.
Entonces no la vi, fui testigo a través de las fotos de una bebé que decían era mi hermana. Tenía muchas preguntas sobre ella, pero mi constante curiosidad recibió pocas respuestas. Es la muerte que duele tanto que a veces no se habla. Se calla, se oculta, se le rehúye, se niega.
El primer encuentro consciente llegó 10 años después, cuando observé su realidad en el rostro de mi hermano mayor. Apareció ante mis ojos con un color que atino a describir como “blanco muerto”. La falta de circulación de la sangre genera una palidez, un tono de piel que conforma un croma que no existe en ninguna paleta de colores, supongo que pocos quieren retratar la ausencia de vida.
Mirarlo me produjo paz, toda mi vida lo había visto asumir con alegría y estoicismo los retos impuestos por la fibrosis quística. Últimamente, sin embargo, los episodios de asfixia y sus consecuencias aparecían cada vez con más frecuencia y severidad. No aquel día, por primera vez en mucho tiempo observé por fin su cara plácida y serena, su cuerpo sin cables.
Además, habiendo asumido con libertad la fe enseñada en un ser superior, Daniel estaba en un buen lugar, yo podía estar alegre. O no. En cuestión de minutos mis certezas fueron cuestionadas por la actitud de los adultos, que después abrazaría desde el amor maduro pero nunca comprendería. Encontré incoherencia: un llanto fúnebre, el silencio opresor y una obsesión por las fotos donde para mí él ya no estaba. Era la muerte una contradicción.
El resto de mi vida han seguido los encuentros entre ella —la muerte— y yo… Amigos, hermanos y padres. El más significativo, sin duda, fue cuando me desahuciaron por un cáncer: era yo quien estaba en el centro de la diana.
Frente a la ausencia de tiempo, que significan en el fondo las enfermedades graves, la muerte no me pareció un ataque personal. Más bien se presentaba cada noche como una realidad acertada, oportuna y justa frente a un alma viva albergada en un cuerpo noble, pero cansado.
Ignorar la verdad no hace que desaparezca de la realidad. En últimas, su presencia también estaba reconocida desde el día uno del contrato de la vida. Era bienvenida mi propia muerte. Y es que el peligro no es la muerte, es no ser consciente de que existe, vivir como si fuéramos inmortales.
El gran error de la vida es no darse cuenta de que es un privilegio único, frágil y temporal. Con fecha de caducidad. Es precisamente la muerte quien le da un significado trascendental a esta existencia. Es relevante reconocer la vida y la muerte juntas.
Hacen una simbiosis perfecta que despierta la consciencia, que reconoce la vulnerabilidad física, la limitación del tiempo, el privilegio de la libertad y la riqueza de poder trascender en lo concreto, aquí y ahora. Nada en la vida debiera parecernos normal porque nada al final lo es. Tal vez por eso a veces son el arte y la poesía quienes narran mejor nuestros misterios.
Tengo profunda gratitud por la vida y por la muerte. Aspiro a ser consciente de mi último respiro y, en ese momento íntimo y sublime, ser capaz de sentir y concluir con certeza que mi existencia ha sido valiosa. Que mi vida ha tenido propósito y la muerte es una oportuna transición.
“I live my life in widening circles
that reach out across the world.
I may not complete the last one
but I give myself to it”.
Rainer Maria Rilke
¿Tienes claro cuál es tu propósito en la vida?, ¿lo estás cumpliendo?, ¿tu existencia ha tenido sentido?
Por: Martha Ortiz, directora de El Colombiano