El miedo ha sido mi compañero de vida: lo recuerdo de pequeño, cuando temía presentarme ante un grupo de niños para jugar; de adolescente, al invitar a una mujer a salir; y ahora, de adulto, cuando entraba al “patíbulo”, la oficina de mi jefe. Tengo 31 años, un ego gigante y una tendencia enfermiza a creer que lo puedo todo.
No recuerdo exactamente cuándo comenzó esa sensación que tanto tiempo me negué a aceptar. Me parecía ridículo temerle a una persona que veía esporádicamente, pero cada reunión, que para mí eran batallas, me demostraba lo contrario. Entraba congelado y salía devastado. A veces, solo una frase de sentido común era suficiente para fulminarnos a mí y a mi ego.
Congelado
Era sistemático: en tan solo unos minutos de reunión se diluían semanas de trabajo. El 90% de las veces con razón. En mi cabeza se encendía una pregunta que me impacientaba: “¿cómo no se me ocurrió antes?”. Empecé a perder la confianza en mí, tanto que el otro 10% de las veces, cuando era él quien se equivocaba, yo no me atrevía a decirlo, permanecía en silencio. Estaba paralizado, congelado, sometido.
Escondido
Salir del “patíbulo” era el alivio. De ahí me refugiaba en el cubículo de turno, lejos de la vista de todos, mudo, con los audífonos puestos y la música a todo volumen. Volvían las dudas: “¿me quedó grande?”, “¿soy yo?”, “¿renuncio?”. Pensamientos imparables que drenaban mi energía. La jornada de trabajo se acababa, pero mi mente pesimista y catastrófica seguía activa. La señal que me enviaba mi cerebro era: “huye”, “vete”, “corre”. Y algunas veces lo hice: evitaba las miradas, me hacía el sordo, esperaba otro ascensor para viajar solo y dejaba de salir a la terraza, evitando tener que conversar con alguien. agosto de 2019 17
Furioso
“Serás aquello en lo que te enfoques” escuché en una canción. Lo apliqué: volví mis frecuentes derrotas en el “patíbulo” en mi modelo de deshago y de victoria. No me di cuenta, pero me convertí en lo que tanto odiaba. Descargaba mi frustración con quienes no lo merecían. Hice de cada sala de reunión en la que estaba mi “patibulito” y destruía el trabajo y a veces el ánimo de cuanto compañero se me paraba en frente. Empecé a disfrutarlo, entonces ¿por qué parar?
Solo
La valentía de destruir al otro duró poco, pero sus consecuencias fueron imborrables. Cada una de mis “batallitas” sembraba odio y luego eso germinó en soledad. La gente a la que hieres te excluye. Es humano, inevitable.
Transformado
Entonces el miedo volvió, pero esta vez no por mi jefe, sino por la soledad. Con el tiempo la emoción se transformó, dejó de ser la causa de la parálisis y se convirtió en combustible. Me puso en marcha y aplacó mi ego, me dejó los hombros libres.
Me di cuenta que las sensaciones de “no tener la razón” o “no ganar” eran una trampa de mi ego. Aprendí que debía prepararme más, que antes de llegar al “patíbulo” tenía que hacerle preguntas a mi trabajo y responderlas todas, buscar argumentos, sentirme orgulloso de lo que iba a presentar. Él pareció leer esta nueva actitud y empezó a recibirme más amable, con más apertura, más como un referente y menos como quien ordena lo que se debe hacer. Convocamos la calma. Logramos conversar y entender que no teníamos que ponernos de acuerdo siempre. El trabajo empezó a fluir, nuestra relación se transformó. Ahora nos escucharnos y hasta nos reímos. Ya sé cómo discutir con él.
Hoy creo que puedo cambiarle el nombre al “patíbulo”: “¿el consejo?”, “¿el parlamento?”, “¿el ágora?” Todavía no lo decido porque no sé cuál es el mejor nombre para designar el lugar donde se aprenden las grandes lecciones de humildad.
Los protagonistas de esta historia son Roque Dávila Pineda, profesional del área de Comunicaciones y David Escobar Arango, Director de Comfama.
“Todo aquello que está
hecho mediante palabras
puede deshacerse
mediante palabras”.
Christian Plantin
La argumentación