En la vereda El Cabuyal, en el municipio de Copacabana, los árboles agitan suavemente sus hojas; el tiempo da un respiro, porque trascurre sin afán; y el camino de piedra que lleva al bosque se une con el nacimiento de agua que emite un sonido que parece música.
Fue en este lugar donde vivió y murió Jesús María Cano, ‘Canito’, un hombre que encontró en la naturaleza una forma de ser auténtico y el sentido de su existencia gracias a su profunda conexión.
Canito era el naranjero que recolectaba la mayor cantidad de naranjas en El Cabuyal. Olía a café, siempre caminaba al lado de sus perros y llevaba puesto su sombrero blanco.
En este hombre de origen humilde y escasa formación escolar habitaba un ser con una gran sabiduría y un respeto absoluto por la Tierra y todo lo que brotaba de ella. “Los árboles eran su resguardo. Los animales sus amigos, sin importar la clase”, recuerda Augusto Vásquez, su amigo por 31 años.
Según él, “es una de las personas que más me ha enseñado en la vida y fue de los últimos campesinos que se le dedicó completamente a la tierra por aquí”. Y es que Canito sentía una admiración tan profunda por su entorno, que las cosas de la naturaleza no reparaban en revelarle sus secretos, como a los buenos amigos.
Su sustento y el de su familia provenía de lo que sembraba con sus propias manos. Aprendió esta labor de sus padres y de la misma manera se la enseñó a sus hijos. Siempre con cuidado, siempre con respeto. La Tierra da y a la Tierra le devolvemos.
La naturaleza es parte de nosotros y nosotros somos parte de ella
“No se lo ve, no se lo oye ni se lo siente. Es la fuente primaria cósmica de la que proviene la creación. Es el principio de todos, la raíz del Cielo y de la Tierra, la madre de todas las cosas”. En el pensamiento taoísta, hay una visión de unidad indisoluble entre hombre y naturaleza. El hombre no está
aparte, él mismo es naturaleza.
Canito entendió ese principio por sí mismo. Decía con frecuencia que “a los árboles hay que cuidarlos”, y sus palabras eran preceptos de vida. Augusto recuerda que un día estaban juntos cuando un señor que vendía palillos de paletas le dijo que le daba $60.000 por uno de los higuerones que estaba en su lote.
Canito respondió: “Cómo se lo voy a vender si ese higuerón da agua y oxígeno, y ustedes destruyen la Tierra para hacer palitos”. Ese era Canito: el
que decía que los árboles eran intocables, que el bosque era importante, y aunque no le sobraba el dinero, sus convicciones no tenían precio.
“Me enseñó que a la tierra hay que abonarla, que hay que mirarla; que a veces hay que quitarse los zapatos, que hay que pisar la tierrita cuando uno siembra para que no se ahogue. Ese ejemplo de vida, esa humildad tan bonita, ese fue su legado”, cuenta Augusto.
Así como defendía a los árboles lo hacía también con los animales. En el pequeño bosque ubicado en su terreno habitan múltiples especies; incluso aquellas que usualmente producen temor como las serpientes y los alacranes, y a las cuales protegía retirándolas del camino para que no fueran
lastimadas porque sabía que su labor para el equilibrio del ecosistema era indispensable.
Canito entendió la naturaleza como un sistema sagrado de vida y la celebró como una forma de honrar también al Universo. Y en su paso por el mundo sembró esa semilla en otros.
Ahora el bosque de El Cabuyal tiene un nuevo guardián, Augusto. No está solo, lo acompañan en su viaje Diana y su hija Ana Itzá, cuyo nombre significa en la cultura Maya Protectora del agua.