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Luisa Mariana y Kenay, son dos niños que hicieron que sus familias fueran amigas sin proponérselo y demuestran que el juego es también generador de vínculos entre niños y adultos.
Yo tenía casi dos años y Luisa Mariana estaba cerca de los seis. Era nuevo en la vereda, habíamos llegado de Bello a Santa Elena, corregimiento al oriente de Medellín, para iniciar una nueva vida. Llegamos a una casa cómoda, desde donde se veían las montañas y algunos niños cercanos, pero no podía ir a jugar con ellos.
Por mi edad solo me movía con mamá o papá y ellos tenían otras cosas que hacer, entonces jugábamos en casa
Un día, vi una pequeña cabeza de cabello rubio que se asomaba por un huequito entre nuestra vivienda y una casa vecina. Allí quedaba hace mucho tiempo, un tradicional camino de herradura por donde pasaban los campesinos; tras la construcción de múltiples viviendas en esta zona, el paso estaba parcialmente cerrado, pero ella cabía por ahí.
Cuando se asomó por aquel huequito Luisa Mariana nos saludó todos, estábamos muy cerca
-Hola, ¿cómo se llaman?, preguntó sin vacilar
-Yo me llamo Diana, dijo mamá
-Yo me llamo Javier, añadió papá
-Y él es Kenay, completó alguno de los dos y me presentaron.
Luisa estaba más curiosa que yo en saber quiénes eran sus nuevos vecinos y de dónde venían. Al rato de conversar con mis papás, me empezó a regalar unas flores amarillas conocidas como ojo de poeta. Aunque son maleza, estas flores fueron un primer obsequio que todavía recuerdo, además, Luisa me regaló palitos, hojas y piedritas con las que armaba cositas allí mismo cerca de ella. Ese fue nuestro primer juego.
De ahí en adelante, mamá me acercaba al huequito y aunque yo realmente no hablaba como lo hago ahora que tengo cuatro años, conversábamos mucho. Nos encontrábamos allí casi todos los días. Llegó el momento en que mis papás y sus papás se conocieron también y acordaban ir al parque juntos o visitar nuestras casas.
Todos pasábamos por este huequito para visitarnos, hasta que un día, nuestro casero prohibió radicalmente que pasáramos por allí. Nos tocaba entonces caminar muchísimo y dar una larga vuelta para vernos. Por fortuna, Adriana, su mamá y Diana, mi mamá, ya eran amigas.
Jugábamos casi todos los días, y aunque Luisa no podía darme más flores, palitos u hojitas, me las tiraba por el cercado y yo corría a recogerlas. En su casa, jugábamos con todos sus juguetes y los que más me gustaban eran la cocinita, sus peluches y muñecas. Un día, me regaló unas pantuflas fucsia con morado que todavía conservo con mucho amor, me las pongo casi a diario.
Cuando venía a mi casa no jugábamos con mis juguetes, la verdad es que a esa edad me costaba mucho compartir, entonces acordamos otros juegos como correr, recoger frutos o cavar en la tierra.
Al cabo de unos meses, mis papás tuvieron que irse nuevamente de Santa Elena, esta vez para Marinilla y después San Rafael. Recuerdo bien que no entendía lo que representaba una mudanza y que veía a Luisa Mariana llorar mientras yo estaba un poco confundido.
Desde entonces, mi amiga y yo no hablamos mucho, pero hace poco Luisa vino al río en San Rafael y jugamos como si no hubiera pasado el tiempo. Además, estas pantuflas que me regaló en el 2020 y todavía me acompañan, me la recuerdan todo el tiempo, sé que pronto nos veremos de nuevo y saldremos a jugar como siempre lo hacemos.
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¿Qué papel ha tenido el juego en tu vida a la hora de hacer nuevos amigos?
¿Jugamos? Sí. #Juguemos con nuestros amigos