Reconocer que uno no es bueno para eso que ama produce tristeza, pero tiene como consecuencia la oportunidad de encontrar esa actividad para la que se es naturalmente bueno. Todos tenemos un talento especial. Hay que buscarlo.
Por: Roque Dávila
Es extraño, tengo una memoria «temporal», olvido casi todo y no soy capaz de pensar en imágenes. Mis recuerdos son sonoros. Esa es mi cotidianidad y por eso me aburro cuando leo novelas, no construyo las famosas postales mentales, de las que otros presumen, con infinidad de detalles. Más extraño aún es que existan, en contadas excepciones, cosas que recuerdo vívidamente con colores y formas. Se trata de momentos puntuales, unos que puedo explicar y otros que no. Creo que los considero importantes.
De mi vida, cuando me remonto a la niñez veo verde, veo pasto y un balón de fútbol. No sé a qué partido corresponden las imágenes, pero me es más fácil revivir ese momento en la memoria que evocar los rostros de mis padres en aquella época.
Hasta los ocho años viví en Medellín, y jugaba microfútbol con mis compañeros de colegio; era más alto y robusto de lo normal, hacía muchos goles y recibía medallas; no entendía la razón por la que todos teníamos una, pero yo me sentía un ganador.
A los nueve tuve que irme a vivir con mis padres a Sincelejo, en el departamento de Sucre. Mi carrera llena de triunfos siguió, eran canchas de arena, nuevamente la talla me permitió hacer goles, yo, cada vez más, creía que podía pasarme la vida jugando fútbol.
A los 11, nuevamente tuvimos que trasladarnos, esta vez a Puerto Triunfo, un pueblo pequeñito, localizado en el Magdalena Medio antioqueño, con temperaturas diarias de 38 y hasta 40 grados a la sombra, ese era el nuevo escenario de mis amados partidos de fútbol. ¿Qué podía salir mal?, me dije alguna vez.
Guayos de color, medias, pantaloneta y camiseta de equipo de fútbol, todo bonito, todo impecable, sin duda el del mejor uniforme, también el más alto, el más blanco, el que tenía cara de gringo. Las apariencias engañan y había expectativa con «el nuevo».
El balón empezó a rodar y lo que siempre para mí había sido el paraíso, solo tardó minutos en convertirse en un infierno, además, del calor que me ahogaba, era el más lento, torpe y desubicado del partido. Era raro, todos teníamos la misma edad, algunos jugaban descalzos, otros eran menores y más bajitos. Todos eran imposibles de alcanzar, todos con talentos especiales, todos hacían que cada vez que el balón, por error de algún compañero, llegaba a mis pies, desapareciera.
Lo que les relato lo veo en mi mente con la claridad de una pantalla de alta resolución. Movimientos, colores, formas, sonidos y sentimientos que no se van de mi mente. Regresé a casa deprimido.
Se empezó a derrumbar el castillo de arena, la película que yo mismo había construido alrededor de mi promisoria carrera futbolística. Los sueños de portar la camiseta del Atlético Nacional, de salir en televisión y de divertirme, siempre se desvanecían.
Lo intenté varias veces y en otros lugares de Colombia, pero me convertí simplemente en el que invitaban a jugar por ser el dueño del balón y en ese «jugador» al que adoptaban en los equipos porque tocaba, porque era el último para escoger.
Lógicamente empecé a perder el ánimo, a evitar ir a jugar y a hacerme una pregunta que, para mí, a esa edad, fue muy difícil, ¿soy bueno para el fútbol?, ¿tengo talento para eso que tanto me gusta? Bastaba recordar lo que me gritaban en los partidos y la forma en que me gambeteaban dos y tres veces por diversión. Era triste, pero la respuesta era clara: no.
William, Juan, Humberto, Alan y otros más fueron esos verdugos en la cancha a los que hoy les agradezco por varias cosas; primero por despertarme del sueño, segundo por enseñarme a resistir en la adversidad, porque eso era cada partido, y tercero por darme la oportunidad de cambiar mis prioridades. Entender que no era bueno para lo que me gustaba me permitió encontrar eso para lo que sí tenía talento.
Muy lejos de las canchas de fútbol, en un lugar insospechado para mí estaban las letras, esas que se convierten en sonidos para una mente que no necesita imágenes, esas que, sin saber por qué, puedo unir fácil, con la claridad, velocidad y sentido del que carecía en la cancha. Esas letras que me permitieron convertirme en periodista, amar eso de lo que vivo y vivir de eso que amo.
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Incomodarse para crecer… Y abrir el panorama, darse la oportunidad de explorar otras posibilidades.
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