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Abrirse con el corazón al talento venezolano
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Abrirse con el corazón al talento venezolano

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Unos lloraron y otros se llenaron de esperanza. Una mujer, con un acento tan paisa que no podría disimular si así lo quisiera, había hablado por ellos como si fuera de allá, del país de los llanos, de la Venezuela que los aguarda.

Su vehemencia no es gratuita. Más de treinta años atrás era ella quien había salido de su país en busca de cumplir sus sueños. Joven, recién graduada de la universidad como sicóloga y enamorada se había ido detrás de su novio para hacer vida en Maracaibo, a mil kilómetros de distancia de su familia, la familia colombiana.

Pero allí, en ese país al que Juan Vicente Torrealba Pérez dedica el sonar de las arpas, descubrió que la familia no es solo la de sangre, ni la de crianza, sino también aquella que te apoya en los momentos más difíciles. Inés y Yesenia son los nombres de algunas de esas hermanas adoptivas que tomaron su mano para tranquilizarla cuando quedó embarazada. “Nosotras te ayudaremos”, palabras que Doralba Cardona Álvarez no olvida cuando es hoy ella quien tiene la posibilidad de devolver, con creces, los favores recibidos.

¿Cómo cambiar un pañal o cómo hacer una ensalada? Poco a poco lo fue aprendiendo, todo con ese toque venezolano que hoy conserva. Mientras tanto, asumía con verraquera, palabra que en Venezuela podría significar otra cosa menos ‘valentía’, el cuidado de su hijo y el cumplimiento de dos trabajos que, gracias al señor Enrique García Garza, le permitían vivir plenamente.

Todavía se ríe cuando recuerda sus tardes de mercado en el pulguero. Sus amigas le pedían ir por cambures y ella iba por todo menos por bananos. Cuando le mencionaban parchita jamás tomaba los maracuyás para el jugo. Y pronto aprendería que las lechosas eran las papayas con las que hacían la papilla para los bebés de todas, la colombiana y las venezolanas.

De sus paseos a las playas de Caimare Chico guarda en su corazón la hermandad con la que diferentes familias se sentaban en la arena a compartir la comida que llevaban de sus casas. ¿Importaba si era colombiana? No, tampoco la etnia, la condición social, el género o cualquier otra diferencia: la brisa del mar rozaba las mejillas de todos por igual.

Un proceso de reglamentación migratoria adelantó su regreso a Medellín en 1987. Esta vez no llegaba sola, la acompañaba Juan David, ese hijo venezolano que le recordará siempre la grandeza de esos hermanos más allá de la frontera.

Por eso, cuando en plena feria de empleo para venezolanos tuvo que defender la inclusión laboral de los migrantes, habló como la sicóloga organizacional de Madecentro Colombia. Pero también lo hizo como esa venezolana de corazón, esa mujer que hoy abraza a los hermanos que antes la habían abrazado a ella.

Estas son sus palabras a los líderes de talento humano de las empresas antioqueñas: “Lo primero que tenemos que hacer es abrir el corazón. El ser humano no tiene nacionalidad, ni credo, ni raza. El amor, el sufrimiento, el dolor, la enfermedad, la alegría y la tristeza no son nacionales, son de cada corazón. Si nosotros pensamos desde ese sentido de humanidad podemos mirar al otro con los ojos del corazón y los ojos del alma. Hagámonos un lugar en sus corazones porque con seguridad les vamos a generar un aliento de vida que los llevará a desempeñarse exitosamente y a aportar significativamente a las compañías y a nuestra sociedad”.

Esta es, entonces, una invitación para abrirse con el corazón al talento venezolano.

Regresa: Venezolanos en Comfama

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